en Libia, como sucede en el resto del mundo, las piruetas políticas y los vaivenes militares acaban siendo un juego de poderes. Y hoy en día, allá, el gran poder es el de Jalifa Haftar, el señor de la guerra de la mitad oriental del país mediterráneo.

Naturalmente, el ascenso militar de Haftar no se debe tanto a sus dotes militares como a sus habilidades negociadoras. Porque supo rehabilitarse de un pasado dictatorial (fue general de Gaddafi) y, sobre todo, supo hacer creer a los principales enemigos de Gaddafi -franceses y estadounidenses- que sus pequeñas victorias con las armas eran decisivas en el escenario libio y que era hombre de fiar en la lucha contra los islamistas radicales e incluso contra los traficantes de fugitivos del hambre que tratan de entrar en Europa desde las costas libias.

Los Estados Unidos quizá no se acabaran de creer las maravillas que Haftar contaba de sí mismo, pero sí llegaron rápidamente a la conclusión de que era el más fuerte de todos los protagonistas bélicos de la República. Consecuentemente, Washington concedió asilo político a Haftar y la CIA le perfeccionó en las estrategias de la lucha de guerrillas.

Con esta base, el antiguo general de Gaddafi llevó a cabo su gran campaña diplomática. Convenció a saudíes, emiratos árabes y egipcios de que él sería la mejor fuerza de choque contra el radicalismo islámico en el Oriente Próximo. Y obtuvo de ellos generosa ayuda militar y financiera para ese objetivo. Para ello y, de paso, para afianzarse él en el conflicto libio y en la rivalidad con el llamado “Gobierno de unidad nacional” de Trípoli que preside Sarradch con el beneplácito de la ONU.

Sin embargo, la jugada maestra de los tejemanejes políticos de Haftar fue convencer a París de que solamente un ejército libio fuerte (es decir, el suyo) podría impedir que las partidas islamistas que operaban en Malí, Burkina Faso, Chad, Mauritania y Níger -países todos en los que Francia está muy comprometida- encontrasen un santuario en las tierras libias.

París asumió totalmente el planteamiento de Haftar en 2013, cuando Malí estuvo en un tris de perder la mayor parte de su territorio ante las ofensivas islamistas. A partir de entonces se implicó directamente en las luchas libias -se calcula en un centenar largo los soldados de las fuerzas especiales francesas que operan secretamente en Libia- y presta, juntamente con los Estados Unidos, asesoría militar, información estratégica (espionaje vía satélite, inclusive) y armas.

De todas formas, la supremacía militar de Haftar no deja de ser relativa. Y es que Libia hace lustros que ha dejado de ser una nación para ser -en el este- un mero territorio sometido a la soberanía de las tribus y, en el oeste, a las milicias locales que controlan ciudades y pequeñas regiones.