A lluvia es uno de los elementos de la naturaleza más evocadores: puede simbolizar la fertilidad, y aplacar la sed. También se considera un tormento constante cuando se encadenan aguaceros y chaparrones y el sol desaparece de nuestra vista durante semanas. Es, además, un fenómeno meteorológico cargado de connotaciones culturales y literarias, hasta el punto de que un personaje paseando bajo la lluvia ya se ha convertido en una semblanza de postal, en puro cliché. ¿No me creen? El director de cine y actor Billy Bob Thornton expresó su fe en ella con una frase cinematográfica y redonda, esa que dice "creo en correr a través de la lluvia y estrellarse contra la persona que amas", pronunciada mucho después de que el cine nos dejase otra imagen para el recuerdo, rodada hace ahora setenta años: a Gene Kelly cantando bajo la lluvia, en aquel 1952.

He aquí un puñado de ejemplos de hermosas imágenes que contrastan con otra realidad mucho más prosaica: los ríos desbordados o casi, los desprendimientos en las laderas, el piso resbaladizo, las carreteras cortadas y los sótanos y garajes anegados; la ropa empapada que amenaza con revestirte con una pulmonía; la cosecha perdida si el agua llega a destiempo o con un caudal trepidante. La lluvia es cara y cruz de la misma moneda, ya ven.

Ejerce, además, un efecto hipnótico. Son, somos, legión quienes aman ver llover tras los cristales. Hasta el punto que Karmelo Iribarren, malabarista de las palabras, se preguntaba en cierta ocasión: ¿qué hago mirando la lluvia, si no llueve?

"Creo que un pesimista es alguien que está esperando que llueva", cantaba Leonard Cohen. No comparto esa idea por mucho que haya días inapropiados en los que ha brotado un torrente de maldiciones e improperios de mi boca cuando me haya cogido el chaparrón con el pie cambiado. Hasta aquí, el húmedo desahogo. Pero cuando la cosa se tuerce y el aviso se tiñe de amarillo, o casi, no hay versos que valgan.