OS viejos carnés de baile, que tanta fortuna hicieron desde mediados del siglo XVIII al primer tercio del XX, eran objetos de apariencia inocua, pero su contenido, los nombres de las parejas de baile, se disputaban con tanta discreción como ferocidad. Eran los viejos tiempos y sus costumbres. Tenían su propio código de avisos. De esta forma el caballero que pretendía invitar a la dama podía conocer su estado civil con solo mirar el material con que estaba elaborado el carné que esta llevaba. En el mundo de la alta burguesía y la aristocracia las viudas solían utilizar el azabache; las solteras, el nácar, y las casadas, el marfil. Así que uno ya sabía a que atenerse.

Un siglo después, en plena recuperación de la vida moderna, aparece ante nuestros ojos una boda con baile que también presenta su etiqueta de conducta. Ya no importa tanto el nombre de con quién baile uno ni su estado civil. Hoy impera la seguridad física, hasta el punto de que los elegantes carnés de antaño pueden compararse, haciendo un juego de equivalencias, a las pruebas de PCR superadas.

De tiempos más lejanos aún que los del carné nos llegó la idea de que los cristianos viejos hacían exhibición de su sangre pura colgando jamones y chorizos en los portales. Incluso La marsellesa, una canción que hoy, más de 200 años después de que la cabeza de Luis XVI rodase por la Plaza de la Revolución, retumba con fuerza, tiene un verso que dice (perdón por la traducción...). "¡Que una sangre impura inunde nuestros surcos!". Limpios el caballero y la dama, el cristiano viejo y el revolucionario. Ese ha sido siempre el requisito. Limpios los piden en la boda de Güeñes para disfrutar. Pero recuerden que el pánico y la superstición se pegan más que la gripe.