ANTO tiempo de prisión, si es que se me permite decirlo así, que a uno le llega la noticia de una vida sin cadenas y le entra un tembleque: se despide el estado de alarma y uno puede moverse con determinada soltura, una suerte de libertad condicional que el pueblo llano interpreta como el punto de partida de un regreso a la vida cotidiana. Hace un par de años este asunto no sería noticia que llevarse a la boca. Pero hoy, tras un año largo de privaciones y restricciones, merece la pena un descorche para el brindis. Les digo más, podrán hacerlo hasta las diez de la noche en su bar predilecto. Uno se pone a escribirlo y le pinta un lagrimón de la emoción, no les digo más.

El anuncio es rotundo: acaban el confinamiento y el toque de queda y los bares abrirán hasta las 22.00 horas. La noticia, con tanta felicidad como la envuelve conlleva una realidad sobre la que hay que prestar atención: la pandemia no ha desaparecido. Somos nosotros, la ciudadanía, los que tenemos la responsabilidad en nuestras manos. Ese es el guante, ese el desafío: ahí tienen ustedes, ahí tenemos todos, la libertad que se pedía. Veamos que uso hacemos de ella. Veamos hasta dónde somos capaces de avanzar por la senda de la cordura.

Es un reto mayúsculo. ¿Seremos capaces de no desbocarnos como una manada de caballos salvajes? Quién sabe. Hay hambre y sed de reencuentros y diversiones, hay una necesidad casi física de desplazarnos para cambiar de paisaje, para combinar el aquí y el ahora con el allí y el mañana sin poner en peligro la salud de la sociedad. Es evidente que el peligro no ha desaparecido de un plumazo. Eso era un imposible. Lo que nos piden es que actuemos con criterio. Sin cadenas pero con cabeza. Eso es lo que le lleva a uno a brindar: la confianza en el sentido común de la gente. Confiemos en ello.