A aparición del nombre de Isaac Asimov en los títulos de crédito de esta rocambolesca aventura de las vacunas resulta extraña. No en vano se le considera el padre de la ciencia ficción, pero se le oyó profesar, en más de una ocasión, su fe en la evidencia. "Creo en la observación, medición y razonamiento, confirmados por observadores independientes. Creeré cualquier cosa, no importa cuán salvaje y ridícula sea, si hay evidencia de ella. Sin embargo, cuanto más salvaje y más ridícula sea, más firme y sólida será la evidencia". Equivale, más o menos, a la idea del escritor ruso rescatada por Pedro Duque, esa que dice "no hay que dar voz a la gente que considera que la ignorancia tiene el mismo valor que el conocimiento".

Resulta sorprendente que invoquen a este dios de la ciencia ficción desde los despachos, allá donde se mueven los hilos de los mandatos, del comportamiento correcto. Hay que tener en cuenta que el viejo Isaac defendió, con uñas y dientes, la capacidad de adelantarse a las dificultades y problemas de su tiempo. "Cualquier tonto puede decir que hay una crisis cuándo llega. El verdadero servicio a la humanidad es detectarla en el estado de embrión", dijo. Había cargado su pensamiento con el combustible de la razón. Cuánto tonto suelto no habrá conocido la historia.

Por supuesto que la ciencia es la materia prima adecuada para elaborar un buen plan. Pero apoyándonos en el pensamiento del buen escritor que tantas teclas supo tocar bien, digamos que el aspecto más triste de la vida en este preciso momento es que la ciencia reúne el conocimiento más rápido de lo que la sociedad reúne la sabiduría para aplicarlo. Es la cara triste de la vida la que aparece ahora en el firmamento del futuro más cercano. Una imagen que no nos da respiro ni trae consigo alegría alguna.