nada que ustedes se hayan movido en ese mercado de las vacunas y tenga algo de experiencia viajera se habrán dado cuenta de que el tráfico de vacunas, arriba y abajo, es semejante al movimiento de mercancías que se vive en lugares tan agitados como, qué sé yo, el gran bazar de Estambul. Uno escucha a la calle antes que a los despachos y comprueba que la gente anda algo revuelta y despistada. Vamos, que no sabe si negarse a inyectarse AstraZeneca porque le recuerda a la dosis de cicuta con la que le que condenaron a Sócrates a la pena capital por corrupción de menores en la vieja y sabia Grecia o si aceptar la vacuna británica dado que, al fin y al cabo, el porcentaje de caídos en la garra de los trombos es ridículo.

Aceleran el ritmo de vacunación, aseguran los encargados de dar el pinchazo divino que, para buena parte de la sociedad, trae consigo algo más que una defensa orgánica de la salud: trae la tranquilidad. Basta con que le inoculen a uno la vacuna para que se sienta protegido. Como si le impusiesen la capa protectora de un superhéroe.

En los últimos días -en la cola de la pescadería ayer mismo, sin ir más lejos...- uno escuchaba a una mujer de entrada edad (no pregunté cuál por razones de educación...) quejarse de que le habían llamado para la vacunación y, tras enterarse de que iban a suministrarle la protección de AstraZeneca, se había negado a pincharse. Como si le hubiesen tratado de vender un vestido que no era de su talla, vamos. Así anda el asunto, entre voces quejumbrosas que solicitan que les llamen ya y otras protestantes que se quejan porque les han llamado para suministrarles una vacuna de la que recelan.

Es, como ven, el clásico guirigay de Estambul en hora punta. En la misma pescadería de la que les hablo -la limpieza de la lubina y el salmón llevan su tiempo y uno tiene la oportunidad de poner la oreja...- no hacían más que hablar de problemas y retrasos en estos campos de la salud. Nadie sabía en qué momento ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes y deseos se fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusión, como si creyesen en una mano divina que iba a posarse sobre su espalda para protegerles. Todo eran quejas por no haber recibido la llamada, por no haberse sentido protegidos o por no tener donde quejarse. Sabiendo que hay salida, la gente quiere la dirección. Ya mismo.