IUDADES grandes, municipios de mediana escala e incluso pueblos de tamaño de bolsillo, no hay tamaño que esquive ese deambular de funambulista en el alambre, a expensas de un soplo de viento que destruya el espectáculo de la supervivencia, si es que se puede decir así. Cada semana se aguardan los números con expectación y congoja, como uno confía en el ¡clic! antes que en el ¡pum! en esta suerte de ruleta rusa. Ayer desenfundaron los revólveres y el panorama era duro, casi tanto como aquel que se veía y vivía poco antes del estallido del tiroteo en un corral de ganado en el pueblo de Tombstone, Arizona, Estados Unidos, el célebre OK Corral. Se esperaban las cifras con la boca seca, bien por el desconsuelo por los caídos como por las consecuencias derivadas de los cálculos. Ya saben, si se alcanzan o sobrepasan los 400 por cada 100.000 se cerrarán las puertas a la vida alegre. O peor aún, a la vida libre.

Se preveían catástrofes y los números han sido, como se esperaba, duros de pelar. Más de medio millón de vascos han caído en esas redes y se encuentran enclaustrados, desde ayer mismo, en eso que llaman la zona roja, una terminología propia de las películas bélicas. Ellos y ellas han caído, es bien cierto. Hay, además, toda una vida delicada en esa tierra de fronteras. En el horizonte de otros muchos municipios -Bilbao, sin ir más lejos...- se recorta una nube que casi siempre es el anuncio de la llegada de una cuadrilla de forajidos al galope. No han llegado a la ciudad, que en los últimos días se ha protegido, a trancas y barrancas, de la creciente riada de virus. Es el duro lejano oeste el que nos lleva a vivir así, a uña de caballo y con las ventanas cerradas. Mientras Sánchez anuncia que queda poco más de un mes para que se cancele el estado de alarma muchos no saben si lo conseguirán o no.