OGÍA puntos a las medias en un portal de la calle El Perro y vendía "pan blanquito y negro", esquivando, como pudiese, la vigilancia de la guardia urbana que la perseguía con saña. Pura supervivencia. Supongo que como muchas otras mujeres de la dura posguerra. La historia la he oído contar una y mil veces y desde el primer día que lo hice siempre pensé lo mismo: estoy ante una heroína. No tuvo una vida cómoda ni regalada en sus comienzos, pero sí es cierto que la calle le dio el don de la picaresca, o si lo prefieren, esa listeza necesaria para salir adelante. Vivía en La Peña y sus progenitores mantenían una huerta con un puñadito de árboles frutales, aunque eso no quiere decir que fuese hija de terratenientes. Gastaba una belleza clásica de actriz de la época y un par de ojos azules que iluminaban, como linternas, aquellos días de grises. Cuentan crónicas urbanas de la época que no pocas cuadrillas de txikiteros pasaban por el citado portal solo por verlos.

Nunca le pregunté con qué soñaba entonces, no sé bien porqué. Sé que le sacó de aquel mundo entre tinieblas un príncipe azul de más de cien kilos que le dio cultura y le enseñó mundo. Le preguntaron más de una vez cómo era posible, cómo había elegido un hombre así, tan distinto a ella, que tantos pretendientes tenía. Y la respuesta siempre era la misma: elegí el buen humor y la inteligencia, una cabeza más grande que su cuerpo. Ya les dije: la inteligencia natural en los tiempos duros.

A partir de entonces la suya fue una vida de cuento de hadas. Así lo vivió el, y así lo recuerda. Porque él se fue antes de tiempo (hace casi treinta años ya...) y ella no le olvida, no lo hará jamás. Tuvo con él tres hijos y siempre fue una de los suyos, una vida entre dos. Aprendió a conducir, se hizo independiente y eligió vivir a su lado, aprendiendo y disfrutando. Es, aún vive, una mujer grandiosa. Es mi madre.