NO suspira de pensamiento, entorna los ojos hasta casi cerralos y... ¡zas, la ve! Está igual que siempre, con su estilizada silueta y sus sugerentes curvas. Qué no daría por volver a tenerla entre mis manos, por acariciarla de nuevo y lanzarse con ella a uno de esos amores de verano que te exigen ser todo un atleta; uno de esos flirts de agosto que te dejan, me va a perdonar la impertinencia, con la lengua fuera. Los han vivido, ¿verdad? La ves y de repente parece como si el corazón te boxease dentro del pecho. Aunque también sea cierto que basta con verle a otro con su pareja y uno sienta envidia de la cochina e incluso sueña con montarla, dicho sea así, a la tremenda. Era una infidelidad extraña. Apetecibles eran todas, pero la mía era tierra sagrada. Solo para mí. ¡Uf, los recuerdos! Me están poniendo que no vean. No se si sería adecuado seguir regodeándome en la ensoñación.

Yo hubiese querido que fuese negra y con el cuerpo sembrado de tatuajes. Caprichos de cada cual. Que fuese algo más parlanchina cuando acabábamos y, extenuados, retozábamos con los cuerpos tendidos en la hierba, sudorosos. Ella, en verdad, era menos apasionada que yo. Rara vez fallaba mientras que uno, en ocasiones, caía preso de los excesos recientes. Era un máquina, de eso no hay duda. Y jamás se quejó. Nunca tuvo quejas, todo hay que decirlo.

Era el pan mío de cada día. ¿Acaso no había luchado por ese amor con todas mis fuerzas; acaso no lo había perseguido del uno al otro confín, que diría el poeta cursi? En aquellos días pensaba que ese amor era inmortal. Yo no quería que desapareciese y la até. Juro que la até y tuvo la sensación de que ese vínculo no le dolía. No hizo esfuerzos para escapar de esa jaula de oro. De vez en cuando la engrasaba para que todo fluyese entre los dos hasta que la perdí para siempre.

Ella, roja sin sofocos y fría como el metal, fue mi primer amor, la primera bicicleta de mi vida.