S una expresión que se ha repetido hasta la saciedad, quizás porque es redonda como una moneda o el eje de una diana o tal vez porque su propietario, Lawrence de Arabia, le da un toque exótico a cualquier texto que se precie. "Por ahorrar dinero, la gente está dispuesta a pagar cualquier precio". Esa es la sentencia que cobra vigencia en días como estos, cuando la campaña invernal de descuentos arrecia con la misma fuerza con la que llovió hasta anteayer.

No hay quien detenga el paso marcial del desfile de los productos rebajados, por muchas condiciones que se impongan, por mucho que se controlen los aforos y se midan las colas (¡Uf, perdón! dicho así suena un punto guarrindongo, como a vestuario de jóvenes tras un partido de fútbol...); por mucho que la amenaza del cierre perimetral penda sobre las cabezas del comercio (el cierre de fronteras sería catastrófico, según vaticinan...) o por poco dinero que uno reste de la cuenta de gastos. Se diría que la rebaja es una condición casi humana porque atrae a todos los bolsillos, a todos los géneros, a todas las razas y colores. Conseguir hoy algo por menos que ayer parece casi un rasgo de carácter del ser humano. He ahí uno de los poderes mágicos del comercio.

En estos días en los que se miran a los escaparates con ojos de míster Scrooge (habrá que definir bien la delgada línea que separa al ahorrativo del avaro...) cobra vigencia esa otra sentencia tantas veces repetida. Esa que dice que una ganga no es una ganga, a menos que sea algo que necesites. Ahí radica el principal problema de estos días: que los ojos de mucha gente se abren como platos cuando ven un porcentaje de descuento por encima del 50% aun sin saber de qué producto se trata. Se diría que lo atractivo es comprar la oportunidad de ahorro.