A banda ancha, dicho sea para la gente de más edad que cayó en las garras de la brecha tecnológica no tiene nada que ver con los cuatro hermanos Dalton, el Tragabuches y sus secuaces (una carta dirigida a Cicerón -Epístola X, 31, 1- alude ya a Sierra Morena como una región plagada de bandoleros...) o las tropelías que, en tiempos de las guerras banderizas, perpetraban oñacinos y gamboínos. En palabras de Lope García de Salazar, cronista banderizo, estas luchas se libraron para saber "quién valía más en la tierra". Cada bando -cada banda pudiera decirse, a propósito de esta columna...- pujó por sus poderes.

Hoy el tesoro no está enterrado ni a buen recaudo. Vuela. Se transporta por los cables y por las ondas, por los cielos. Hoy la riqueza está en la banda ancha, una capacidad que permite al usuario moverse por Internet a velocidades inimaginables. La banda ancha aproxima a la ciudadanía a la fuente de las oportunidades y acerca el conocimiento a las yemas de los dedos de la población usuaria. Hoy la alta velocidad enriquece las conexiones y, por tanto, la posibilidad de llegar al rincón más remoto de la tierra en un ¡clic!, en un ¡on!

¿Para qué?, puede preguntar esa misma población que se cayó del carro y quedó fuera del camino hacia la modernidad. Y no le falta algo de razón en la cuestión. Todo depende del estilo de vida que cada uno se diseñe. Pero incluso entre aquellas personas que apuestan -o se ven forzadas a ello...- por una vida simple y sencilla, no hay peros que poner. La existencia de Internet no modifica sus hábitos de vida. Es más, puede mejorarlos a nada que la persona se adiestre en cuatro reglas básicas. Quiere decirse que el reino que trajo la ventaja de la transformación digital se rige con ciertas dosis de libertad, hasta el punto que uno puede vivir al margen. Se quedará fuera de muchas ventajas pero basta con no desearlas. Los que sí lo hacemos, aplaudimos.