IDO prestada la expresión a Alphonse de Lamartine para recordarles que a menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, más de un corazón en el mismo ataúd. Traigo ante ustedes esa mirada ahora que la estadística se presenta ante nosotros en blanco, sin un cadáver cercano al que llorar ni un contagio próximo al que temer. La noticia alegre merece su aleluya aunque cueste. Primero por el recuerdo de quienes no lo celebrarán, cuya ausencia tanto duele, y segundo por aquello del quién sabe cuándo vendrán tiempos peores.

Con todo, es necesario cantar de felicidad. Ya sé que no está aún el horno para bollos -los horrores se expanden por contagio y hoy, que no tenemos un sitio donde enviar unas flores de despedida regadas de lágrimas, nos arde el alma en llamas por el recuerdo del 25 de mayo, cuando el afroamericano George Floyd murió asfixiado por un policía blanco y un billete falso de 20 dólares, crimen que se condena en medio mundo por el barniz de racismo que lo cubre...-, pero aquellos que quieren cantar siempre encuentran una canción. Aunque sea aquella Canción triste de Hill Street, la vieja serie de los 80 del pasado siglo que tan acorde está a la actualidad de hoy. ¿Acaso no recuerdan, los de cierta edad, el consejo inmortal del capitán? ¡Tengan cuidado ahí fuera! Casi cuarenta años después ahí fuera sigue siendo un sitio peligroso. Triste, sí. Pero una canción, algo que nos consuele, siempre anima.

Disculpen el guiño lúgubre del día. No tenía derecho, lo sé. Ayer fue un día de celebraciones: sin muertos de cercanía, con la resurrección de la cultura en los museos -Bellas Artes y Guggenheim, por debajo de los 37 grados- y un clima benévolo. ¡A cantar, sea dicho! Y disculpen las lágrimas por George, el negro.