L mexicano Alfredo Codona, que en su tiempo llegó a ser doble de Johnny Weissmuller en escenas de riesgo de las películas de Tarzán, fue el primer ser humano capaz de realizar un triple salto mortal en los trapecios volantes, sueño dorado de muchos trapecistas de la época. Ni siquiera ese temperamental hijo de Sonora a quién le conocían como El ángel del cielo (contrajo matrimonio con una estadounidense y al encontrarla en brazos de su amante, sin pensárselo dos veces, cogió su pistola y mató a la mujer para, acto seguido, quitarse la vida...), hubiese sido capaz de sortear este más difícil todavía de hoy. Si uno mira los carteles de neón de la llegada de la fase 2, un tiempo parecido ya al que nos espera en la vida próxima, se dará cuenta de que el reto es mayúsculo. No adivinas dónde podrás ir ni con quiénes. Tampoco cuándo y qué se podrá hacer. Lo dicho: un desafío mayor que el de Codona.

A medida que se acerca la hora del reencuentro uno cae en la cuenta de que en poco se parece esta realidad a la que teníamos. Iremos enmascarados cada vez que compartamos vida con alguien que no sea familia de diario y no está claro si podremos juntarnos alrededor de una buena mesa que, como mucho de ustedes saben, es la auténtica plaza pública del pueblo vasco. No hay cónclave ni siquiera para poner la cubertería: ¿Seremos diez o seremos quince? Tampoco veremos al Athletic en San Mamés y el asunto de las mascarillas será un peso económico en familias numerosas o en familias para las que el fin del mes siempre se empina. Oímos decir a la clase política que están admitidas las mascarillas caseras siempre que uno no esté infectado pero... ¿acaso se puede salir a la calle, con dispositivos hechos bajo las directrices, qué se yo, de un tutorial o con mascarillas diseñadas por la NASA? Pensaba que no. Vaya lío.