SE le llama pleno pero es raro el día en que quienes en él participa sale de allí con una sonrisa de media luna, una de esas que deben dibujarse cuando uno acierta quince signos de la quiniela o seis en La Primitiva. Digo "que deben" porque, como comprenderán, no hablo por experiencia propia. La concordia no reina por costumbre en los plenos municipales, como les digo, así que es digno de mención esa atmósfera de unanimidad bajo la que se libró el pleno municipal de ayer en asuntos que atañen a la mujer. No es un asunto fácil, por mucho que así lo sientan. Es labor de carpintería. Al fin y al cabo, la realidad de la mujer es un material tan duro como la madera.

Han puesto sobre la mesa varios proyectos y nadie ha acusado a alguien de apropiación indebida. Al fin y al cabo, personas de muy diversa condición pueden llegar a las mismas conclusiones desde muy distintos puntos de partida. Todo se resume en una sentencia seca como el sarmiento: las ideas no son de nadie.

Por una de esas casualidades de la vida, hace ya bastante tiempo viví de cerca un caso de violencia de género en el vecindario. Recuerdo que ella, ya de regreso al barrio sin él, hablaba en una cafetería con una amiga, lamentándose de la situación de soledad en que se había quedado. "Nadie me entiende", decía a su compañera de café. Y la otra, paciente, le llevó al paraíso de la serenidad con un consejo que, según dijo, había nacido del ingenio de García Márquez. "Puedes ser solamente una persona para el mundo, pero para alguna persona tú eres el mundo". Las lágrimas fueron morrocotudas. Las de la mujer y las mías, por fisgón y cotilla.

Valga este recuerdo sacado del baúl del ayer para iluminar los acuerdos plasmados en el pleno de ayer, cuando se llegó a la conclusión unánime de que todo cuanto se asfalte en la carretera hacia la igualdad no es ya una obra civil. Es una obra humana.