HE ahí un verbo deseado: jubilarse. Es bien cierto que esa apetencia se produce cuando el verbo se conjuga en reflexivo porque cuando a uno o a una le jubilan, surge el desánimo, máxime cuando uno se siente en plenitud. Bueno, si no es en plenitud, no se siente con ánimo para encaminarse a cocheras. La sangre aún le bulle, las ideas le brotan frescas y el cuerpo le pide guerra. Y si bien es cierto que esa ganancia de tiempo libre debiera celebrarse como un amanecer limpio de obligaciones, también es verdad que tantos años de mina, oficina, redacción, mostrador o andamio dejan a mucha gente seca como el sarmiento, sin saber que hacer con tanto día por delante. A veces faltan fuerzas, ya lo sé. Pero otras veces el diagnóstico es otro: carencia de imaginación. O de un hobby, dicho sea en menor escala.

Lo he escuchado a menudo: el problema de la jubilación es que nunca tienes un día libre. Sospecho que es el chascarrillo propio de ese clan de quienes llegan a una etapa natural de su vida laboral. Y que cada cual lo lleva a su manera. Ahora, cuando doblan las campanas de la Diputación Foral de Bizkaia que anuncian el relevo generacional -lo que conlleva, como ven, una cascada de jubilaciones...-, me gustaría tener la sabiduría suficiente para aconsejar a quienes salen de la carretera. Como me temo que algo de eso me falta, pido prestada la reflexión a Gabriel García Márquez. Ese sí que era un hombre sabio. Antes de irse nos advirtió que “no es cierto que la gente deja de perseguir sus sueños porque envejecen, envejecen porque dejan de perseguir sus sueños”. Es una buena idea que encaja con esa otra conversación que cacé al vuelo en un café. Se quejaba un hombre sobre qué hacer y otro le replicaba. “No te retires de algo, ten algo a lo cual retirarte”. ¡Equilicuá!