S EPTIEMBRE ronda aún por los cálidos vientos de los remanentes del verano pero esa sensación no es sino un espejismo. No en vano, por mucho que el inicio de un nuevo curso se antoje un baúl cargado de sorpresas solo para ellos, para los más jóvenes, este mes no es una invitación a la monotonía. Para ellos hay nervios e ilusiones por el reencuentro, el estreno de conocimientos nuevos y de una clase que se convertirá, pronto, en un nuevo continente que descubrir y conquistar. Nosotros, los mayores, vemos hoy aquellas aulas unas a otras a lo largo de los pasillos, una sucesión de espacios en el que se respiraba por todas partes el olor de la tiza. Anda que no somos bobos. De remate.

Ahora que suena el ¡ring ring! para anunciarnos que se acabó el recreo resulta que el timbrazo produce una sensación de alivio en no pocos progenitores. ¡Qué ganas tenía de volver a la rutina!, se escucha en las paradas de autobús, en las puertas de los colegios, en los patios de juego. Si yo fuese un niño de hoy -no son ellos ni ellas los que lo dicen...- me quedaría pensativo. ¿Qué fue lo que les molestó: que era capaz de ponerme contento sin motivo, que siempre supe estar ocupado con algo, que exigí con todas mis fuerzas aquello que deseaba?

A bordo de la máquina del tiempo, como niño que soy me extraña el empeño de los mayores con el recuento: de alumnos y alumnas, de ordenadores, de profesores, de profesoras, de aulas. ¿Qué hacen, repasan matemáticas con tanto contar y contar? Me han dicho que los nuevos profesores tienen una oportunidad. ¿De enseñarnos? ¡No, de trabajar! Me han comentado que es malo que haya menos niños. ¿Porque tendré menos compañeros de juego? ¡No, porque habrá menos matrículas! ¿De honor?, creo que no. Me advierten que volverán las huelgas. ¡Mecachis!