NO, no se confundanan. El titular de este columna no ha caído en un trampa de cazadores tipográficos. Vamos, que no quería hablarles de esa habilidad de los juegos malabares que de vez en cuando nos dejan con la boca abierta. Lo que pretende denunciar es esa postura desafiante con la vida donde una se cree inmortal y desafía cualquier ley, la de tráfico o la de la gravedad. Lo vemos con cierta asiduidad con algunos intrépidos ciclistas urbanos y en algún que otro fittipaldi de la carretera. Lo mismo cabalgan tres sobre la misma montura que liberan una mano para sacarse un selfi o para escribirle a la churri o al maromo cuánto le quiere o que quiere macarrones con queso para la cena. Es gente carente de equilibrio, no ya en el aspecto físico del término sino a la hora de moverse por la vida. Y ahí las hostias, lo saben bien, también son morrocotudas.

El WhatsApp es, tal y como nos anuncian desde Tráfico, una llama que quema, los fuegos malabares que pueden arrasar con vidas, propias y ajenas. Todo hay que contarlo en riguroso directo, como decíamos los viejos periodistas. Todo en un santiamén, en un periquete. Todo es urgente, incluso la más tremenda gilipollez. La impaciencia entorpece el pensamiento y lo transforma en impulso. Y el impulso, tan apreciado según algunos, conlleva una serie de riesgos quepaqué.

No se trata de entronizar al equilibrio como un bien supremo sino de invocar al sentido común. Bien mirado, incluso que diría que centrarse en un único carril de la vida no es una apuesta vital sobresaliente. Los humanos necesitamos estabilidad, es cierto. Pero demasiada estabilidad puede significar que hemos renunciado a utilizar nuestras capacidades, nuestra creatividad, que nos encerramos en un papel y en un guion que aprendimos en la infancia y que tal vez no nos hace felices. Compro la idea. Pero es preciso reírse de según qué cosas y en qué momentos para mantener el equilibrio.