PUESTAS en el escaparate, a la vista de todos los votantes, las ideas que estos días entran en juego son innegociables. Al menos en apariencia. Son días de campaña donde no hay un paso atrás, no hay concesiones ni comprensión. Otro cantar será cuando la aritmética del voto obligue al pacto para el gobierno, marque un son. Llegará aquello del “donde dije digo, digo Diego” pero hoy, ¡zas!, gobierna el reloj que da la hora de lo innegociable.

Esa es la ley de la clase política a la que estamos condenados a escuchar durante las dos próximas semanas. Visto desde fuera, aún a sabiendas de que en un santiamén puede rolar el viento una vez se abran las urnas, una tiene la sensación de que lo malo no es la discrepancia; lo malo es no saber por qué. Porqué alguien con quien coincides te descoloca con una idea que no te encaja; porqué alguien de quien reniegas, te descoloca con una idea deslumbrante. Da igual, las ideas que no se negocian desaparecen en la mesa de los pactos.

Se trata, eso sí, de ideas grandilocuentes, nada de ideas para llevar en la bolsa de la compra cuando sales a por el pan. Hace un tiempo escuché a un personaje popular cuyo nombre ya no recuerdo que la negociación en su familia era el secreto del amo duradero. El tipo aseguraba que las decisiones más livianas sobre dónde vivir, en qué colegio iban a estudiar los hijos, cuál sería el destino del siguiente viaje, qué estilo de ropa lucirían o cuál sería el menú nuestro de cada día, qué película irían a ver o qué dinero podían gastarse y en qué estaban en manos de ella, de su pareja. A él le correspondían las decisiones serias. En sus manos estaba definir cuál era la postura de la familia en torno a la tala de árboles en la Amazonia, el gobierno de Trump, el Brexit y otros asuntos con barba. Y ella lo aceptaba todo, oiga. ¡Una santa!