LOS jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida y le faltan al respeto a sus maestros, nos dijo Sócrates como si hablase de hoy mismo, del propio siglo XXI, cuando su diagnóstico procede del año 400 antes de Cristo. Esa es la constatación de que el despertar de la juventud no ha cambiado con el paso de los siglos, así que el reto es casi inmortal. El propósito ha sido el mismo desde tiempos inmemoriales: enderezar la vara de la juventud, que de vez en cuando sale retorcida. No en vano, la sangre hierve a según qué edades y se hace necesario marcar un rumbo para esa misma juventud que siente cómo se le desvía el sentido cuando busca el norte.

Para qué querré yo la vida cuando no tenga juventud, se preguntó el poeta Rubén Darío. Quizás suene a exagerado, pero el encargo de tutelar a los menores de edad cuando creen que todo es posible, incluso sus más rocambolescos sueños o cualquier anhelo que les venga en gana, no es tarea fácil de cumplir. No en vano, los padres solos no pueden educar a sus hijos, hagan lo que hagan, porque no pueden protegerlos de otras influencias muy poderosas. Los docentes solos no pueden educar a sus alumnos, por la misma razón. La sociedad tampoco puede educar a sus ciudadanos, sin la ayuda de los padres y del sistema educativo. No existen todopoderosos agentes que sean capaces de enderezar el rumbo cuando una vida zarpa en busca del norte. La tutela de esas vidas nacientes es todo un desafío.