N un rapto de sinceridad del que, me temo, acabaré arrepintiéndome, llevo hasta el título de esta reflexión el nombre que me identifica en el libro de familia. En efecto, me llamo Juan Guillermo Esteban, como si en lugar de haber nacido a los pies de la Amatxu de Begoña me hubiesen bautizado, qué sé yo, en la capilla real de Buckingham Palace. Desde que tengo uso de razón jamás me ha llamado nadie así. Una mezcla entre los gustos personales y la economía de esfuerzos redujo todo, como si fuese una salsa de Pedro Ximénez en las cocinas de vanguardia, a la sencillez: Jon. Ahí me quedé y ahí seguiré hasta los restos.

Viene al caso esta reflexión ahora que se acerca la hora en que volverán los viejos tiempos, el regreso a San Mamés sin otras restricciones que la última (y dolorosa, por cierto...), la del bocadillo. Desde los campos de entrenamiento los correos del zar que todo lo vigilan nos traen buenas noticias. Hablan de las recuperaciones de algunos lesionados que marcaron la identidad del equipo hace no mucho. Bienvenidos sean en su regreso.

De eso quería hablarles, de la identidad. Al viejo fútbol que nos conquistó quieren rejuvenecerle. En los tiempos en que nació este deporte, incluso en los mismos tiempos en los que nació el Athletic, a la adolescencia se la definía como un tiempo de búsqueda de identidad. En las últimas décadas la juventud es un grado. La corbata se convirtió en yugo; el sostén, en mordaza. Y ahora al nuevo San Mamés le buscan un nombre de vanguardia que repare las maltrechas arcas del negocio y les de una personalidad nueva. ¿Podrá rehacer su vida el viejo campo como si fuese un espía o un testigo incómodo huidos de la zona caliente, con otra intensidad? Me temo que hoy todo es posible, claro. Pero sería necesario alejarse de casa, buscar un paradero desconocido donde nadie te reconozca. Y al viejo San Mamés, aún con el nuevo esqueleto, se le quiere así, con su nombre de siempre que tanto evoca.