EN lo más crudo de la primera embestida del covid-19, cuando conocíamos estremecidos la dura realidad de la pandemia con su recuento diario de contagiados, hospitalizados y muertos, no se nos dio otra esperanza para el futuro que una vacuna capaz de frenar la letal agresividad del coronavirus. La necesidad de evitar el desastre universal, tanto sanitario como social y económico, obligó a los científicos de todo el mundo a sumar esfuerzos para dar con la fórmula de inmunidad, y podemos decir que lo han conseguido con garantías. Llegó la vacuna y brotó la esperanza. Llegó la vacuna y la sonrisa volvió a tanto rostro crispado por la preocupación. Llegó la vacuna y fue todo un acontecimiento mediático que llevó a la fama a las primeras personas, todas de edad muy avanzada, que estrenaron la promesa de inmunidad.

Hasta aquí el entusiasmo y la esperanza. El caso es que el proceso de vacunación suponía un inmenso desafío logístico para el que no servían los mensajes de los gobiernos, mensajes sospechosamente optimistas que no se correspondían con la preparación real para llevar a cabo esa vacunación masiva. Una vez más, el recurso a la política espectáculo y la frivolidad. Ha resultado que la limitación no ha dependido de la capacidad de producción de las empresas fabricantes, sino de la falta de previsión de los gobernantes a todos los niveles, estatales, autonómicos y europeos. Salvo escasísimas excepciones, el porcentaje de vacunas administradas es ínfimo respecto a las dosis recibidas, en una vergonzosa falta de transparencia. De nuevo las autoridades huyeron de la humildad y el realismo para no dar ventaja al enemigo.

Y, claro, llegó la decepción. Ni siquiera había transcurrido una semana desde los fastos iniciales, para comprobar que aquella llamada a la esperanza era un fiasco. El sistema sanitario se vio arrollado por la pandemia. Un manto de silencio cubrió cualquier noticia sobre cuántas dosis, dónde y cómo se inyectaban aquellas primeras entregas de la vacuna. Se supo, eso sí, que su administración cubría solo raquíticos porcentajes del antídoto recibido, mientras se disparaba la propagación de contagios a cuenta de la relajación navideña.

Esa vacuna que iba a salvarnos a todos solo ha sido realidad de lunes a viernes y descontemos los festivos, que han sido muchos. La lucha contra la pandemia es muy semejante a una batalla, un auténtico combate bélico en el que no caben vacaciones ni libranzas. Y si la explicación a este freno no es solo la falta de previsión sino también y sobre todo la escasez de personal capaz de administrar la vacuna, ya en noviembre los profesionales de atención primaria pidieron refuerzos ante la posibilidad de la llegada de la vacunación. Se entiende que el personal estuviera al límite tras tantos meses de sobreesfuerzo, por lo que era el momento oportuno para las contrataciones necesarias, cuestión para la que las administraciones no suelen tener interés por su urgencia.

Tras aquella explosión de esperanza, es lógica la decepción por la falta de previsión y el oscurantismo de las administraciones, por lo lejísimos que se sospecha la erradicación de una pandemia que no somos capaces de vencer. Esto va para largo, sobre todo si la aplicación de las vacunas a la ciudadanía sigue sin llegar al ritmo de la entrega de las dosis. Quizá sea pronto para ponernos nerviosos y tendremos que hacernos a la idea de que se trata de un proceso largo. La gente dispuesta a vacunarse ya ha dado pruebas de paciencia, pero no está dispuesta a verse frustrada por la incompetencia y la imprevisión de los responsables.