la detención por parte de la Guardia Civil de cuatro miembros de Sortu en un operativo ordenado por la Audiencia Nacional en relación con los homenajes a presos de ETA ha vuelto a abrir el debate: ¿El recibimiento público de presos de ETA al término de su condena y su regreso a casa merece reproche legal? Creo que no, que no puede quedar integrado dentro de un delito de enaltecimiento del terrorismo.

Desde una perspectiva ética tales muestras de afecto deberían materializarse en el ámbito privado de familiares y amistades, pero no cabe apreciar tal delito por el mero hecho de que tal recibimiento se realice en la vía pública. La apología o enaltecimiento del terrorismo es el discurso, tanto hablado o por escrito que se oriente en defensa o alabanza de acciones u organizaciones terroristas. No es, por tanto, una mera disculpa o una opinión sobre estas prácticas o sus ejecutores, sino una defensa y una alineación con estos comportamientos.

El artículo 578 del Código Penal sanciona dos conductas diferenciables, aunque con un denominador común, su referencia al terrorismo. Por un lado, el enaltecimiento o justificación del terrorismo o sus autores y, por otro, la emisión de manifestaciones o la realización de actos de desprecio, descrédito o humillación de las víctimas de delitos terroristas.

La enorme amplitud e incluso la indeterminación de algunos de estos nuevos delitos e instrumentos penales han llevado a que nuestro sistema se sitúe al borde, cuando no más allá, de las fronteras que delimitan el necesario respeto y garantía de los derechos a la libertad ideológica y de expresión que debe acatar todo Estado democrático que se quiera tener realmente por tal. Lo contrario supondría integrarse dentro de la categoría de "democracia autoritaria" o "democracia de carácter formal" y no material.

Para que medie delito de enaltecimiento del terrorismo se tiene que acreditar con qué finalidad o motivación se ejecutan los actos de enaltecimiento o humillación, y valorar el riesgo que se crea con el acto imputado. El castigo de enaltecimiento del terrorismo no debe tratar de criminalizar opiniones discrepantes.

En un campo tan minado ideológicamente como es el del análisis de la pacificación y normalización, en un terreno tan abonado al maniqueísmo simplista de los buenos y los malos hay que dejar de lado la neutralidad. Hay que tomar partido, no ser neutral e inclinarse, en relación al ámbito de la Paz y la Convivencia, a favor de la causa de las víctimas y, sin embargo, tratar de ser imparcial, con el fin de examinar las circunstancias que han concurrido en otros inadmisibles ataques y vulneraciones de libertades y derechos civiles y políticos que, situados de forma jerarquizada por debajo del derecho a la vida, a la dignidad y a la integridad personal, son igualmente susceptibles de crítica, y poder así en definitiva dar o quitar razones a unos y otros.

No se trata de alcanzar el consenso desde una aparente equidistancia, sino de hablar alto y claro. También a ello contribuye todo ese potente elenco secuenciado de reflexiones sobre la violencia, los presos, el diálogo, la convivencia pacífica entre diferentes. Diferir el compromiso, el reto de la convivencia a otra generación supondría declinar nuestra responsabilidad como ciudadanos, un mandato ético que nos interpela a todos. Y no podemos ni debemos dejar en manos exclusivamente de la política esta exigencia de convivencia en paz.

La base ética de mínimos, la premisa para alcanzar este objetivo pasa por reconocer, sin ambages, que amenazar, chantajear, amedrentar y por supuesto atentar contra la vida o la integridad física de cualquier persona es, ha sido y será, sencillamente, inadmisible, insoportable e injustificable. Reivindicar el respeto a las víctimas frente a dogmatismos y fanatismos es la mejor manera de civilizar el futuro.

En nuestro contexto, marcado por el fin definitivo de la violencia, queda todavía mucho por hacer en el plano del reconocimiento de las víctimas, de la elaboración pública de la memoria y de la reconstrucción de la convivencia. Las víctimas son una referencia fundamental en una sociedad justa, no por la ideología que profesaron sino por la injusticia que sufrieron y que merece ser reconocida y reparada en lo posible.