ONFIESO el pecado por delante: no creo que, en democracia, el poder judicial deba organizarse por elección interna y autónoma, dentro del colectivo y sin mecanismo de participación del resto de poderes, sobre todo cuando estos sí llevan el sello de su legitimación por el sentir social a través de las urnas. Lo digo para que lo que viene a continuación se pueda criticar sabiendo lo que lo induce.

Al debate sobre el modo de elección de sus estructuras de poder se ha sumado estos días otro sobre el debido silencio y respeto a sus resoluciones. Los jueces no son seres espirituales ajenos a las pasiones humanas; la magistratura es una profesión terrenal, central en el proceso de la convivencia democrática y sometida a sus tensiones.

Admito que no debería haber un pulso sobre la figura del juez Luis Ángel Garrido por sus resoluciones. No es justo para su persona ni para el ejercicio de su profesión. Y tampoco creo que le beneficie a nadie un blindaje que impida un cuestionamiento crítico de sus resoluciones. Cualquier crítica no es una agresión, aunque el colectivo se sienta demasiadas veces "caballito blanco". La función pública no soporta pieles finas. No existe la asepsia ideológica, sin perjuicio de la calidad intelectual y profesional, como acredita la experiencia de jueces aterrizados en política, referentes públicos de todo el espectro ideológico que dan sentido en su acción política a concepciones que pueden hacer orientado o no su interpretación de la realidad jurídica pero que se vuelven criticables al cruzar el umbral -Manuela Carmena, Baltasar Garzón, Grande Marlaska, Enrique López, José Ignacio Zoido, Francisco Serrano,...-. Las resoluciones judiciales tienen apellidos y, a veces, preconcepciones de convicción. Cuando se porta una balanza y una espada, la venda en los ojos te deja solo con ellas y no está de más tomar conciencia de las miradas ajenas sobre la realidad.