E dejado de vivir la vuelta al cole con la intensidad de antaño. En casa ya solo quedan universitarios, o eso dicen, y ya no hay ternura en la separación matinal ni hace falta amortiguarles el golpe del regreso al esfuerzo porque no se vive con mayor tensión de la que uno mismo sufre en su propio retorno. Será que ya cogen una edad y dimensiones que uno acaba considerando que la empatía, como la caridad, empieza por uno mismo.

Quizá sea por eso por lo que me ha resultado tan chocante el seguimiento que ciertos medios hacen de la experiencia entre los inquilinos de Zarzuela. Ya me sobró, lo admito, la despedida de la princesa Leonor hacia su Erasmus de lujo. Que si va a un colegio de mucho rigor y disciplina, que si también su padre fue muy formal y estudioso, que si la abuela paterna es la que más se ha afectado por el tránsito. Pero el rizo ya se convirtió en bucle a lo Shirley Temple -los viejunos sabrán cogerle vuelta al símil- esta semana con el inicio del curso de la infanta Sofía, el primero en el que no le acompaña su hermana mayor. La pobre. Supongo que esto tiene su mercado de consumo couché, que es ese papel al que parece que no le suben el precio un 40% en el último año, como sí nos lo han hecho a la prensa diaria, y puede dedicar páginas a estas tragedias peregrinas. A esta difusión acordada y promovida de lo normales que son en la Casa Real le veo un efecto contradictorio. Si nos cuentan estas experiencias adolescentes y el cruce de sentimientos para equipararlos con el común de los mortales, hay trampa; revisen el porcentaje de menores vascos que cursan estudios fuera del Estado. Si ofrecen su inspiración a su amado pueblo, que debe verse reflejado en su ejemplo de abnegado servicio, peor; la formación elitista a costa del erario público no devuelve a la plebe el esfuerzo que le pide. ¿Ven cómo no empatizo con esos padres?