AYA por delante que no comulgo con esa nueva fe del quejismo con la que se afronta el día a día en algunos ámbitos. Ni siquiera creo que sea una confesión mayoritaria esa de protestar por sistema ante lo que no nos funciona ni mucho menos que sea propio de una determinada generación de jóvenes. Tampoco me trago ese nuevo mileniarismo que sostiene que los jóvenes y su cansancio son preludio de una transformación radical de los parámetros de la sociedad, la economía y el orden mundial. Quizá porque creo que un año de pandemia no da más motivos de quejismo que cuatro de guerra cruenta, cuarenta de dictadura o de guerra fría o una crisis económica sistémica por década. De ahí venimos y tampoco sabíamos a dónde íbamos. Quejistas del siglo XXI, aprended de vuestros mayores. Los quejistas de los 80 éramos víctimas de la sociedad; los de los 90, de los mercados de bolsa; los de primeros de este siglo, de la restricción de libertades por la amenaza terrorista internacional. Ahora son los políticos, la falta de oportunidades y las expectativas incumplidas, cuya naturaleza se ha modificado en su iconografía sucesiva -coche, vivienda, viajar- pero no en su filosofía: vivir bien, trabajar poco, disfrutar mucho. Esa fe nuestra no nace con los veinteañeros de hoy. Lo que sí parece es que los predicadores de ese quejismo tienen más medios para hacerse notar.