ESPUÉS de semanas instigando a la movilización en las calles, agitando a las masas y apoyando, incluso, a quienes defendían públicamente en redes sociales la respuesta violenta a la derrota electoral; después de verse desmentido y rechazado por la Justicia en su denuncia de fraude electoral; después de reclamar a las autoridades estatales que mintieran sobre los resultados, anularan votos ajenos sin motivo o hicieran aparecer otros favorables inexistentes; después de jalear a los asaltantes del Capitolio, Donald Trump condenó la violencia y se puso al frente del rechazo a lo que él mismo representa. Dicen que llora el cocodrilo cuando devora a sus presas pero no por arrepentimiento sino porque en su naturaleza está la necesidad de tener los ojos permanentemente húmedos y sus glándulas salivares estimulan las lacrimales. El bocado de Trump se atraganta en su garganta porque ha horrorizado a sus más firmes defensores y, como auguramos algunos -maldita premonición- ha lanzado a la turba contra las libertades y la democracia en una evidencia desesperada de su incapacidad como dirigente y de su nula convicción democrática. Trump es el accidente doloroso que debe alertar frente al totalitarismo, el odio como herramienta de poder y el desprecio a los derechos humanos. Este cocodrilo no está solo. El río de la política populista está lleno de ellos.