LEGA otro estado de alarma y, con él, restricciones más severas. Dada la experiencia, qué quieren que les diga, me parece hasta oportuno que, donde no hemos sido capaces de concienciarnos, nos metamos unas dosis de miedo en el cuerpo. El miedo guarda la viña, aunque el fracaso de otros mecanismos de implicación nos deje a la altura del betún en términos de madurez. Ha hecho falta atravesar la sutil diferencia entre la forma potencial -los contagios podrían ir a más si no asumimos que hay prácticas individuales y colectivas que deberíamos restringir- y el futuro simple -los contagios irán a más y hay prácticas individuales y colectivas que debemos restringir- para entrar en pánico desde la indolencia. En pánico e indignación, por cierto, por las decisiones de los adminisradores cuando estas afectan a nuestras costumbres y nuestro bolsillo. Yo entiendo la justa indignación de la hostelería porque su sostenibilidad está en cuestión. Pero debería dirigirla hacia quienes hacen de su negocio un entorno de riesgo. En primera persona del singular (yo, hostelero) y del plural (nosotros, sus clientes). Y será el ámbito privado y de ocio el que marcará la diferencia: 1 de cada 3 brotes tienen origen en reuniones sociales/familiares frente a solo un 6% en, por ejemplo, el entorno educativo. Encarémonos con el bicho ante un espejo. De espaldas ya vemos cómo nos va.