NDAN en el mundo revueltos con el impacto de la pandemia sobre los procesos electorales previstos. No, en esto tampoco somos exclusivos. Curiosamente, el debate que se mantiene en la mayoría de lugares es invertido al que vivimos aquí. En Chile, por ejemplo, lo que se teme es que el gobierno se escude en la pandemia para que no se vote. Allí están exigiendo evidencias incuestionables de los peligros objetivos de votar y no al contrario. En Estados Unidos preocupa que la Administración Trump no haya tomado iniciativa para asegurar la celebración de las presidenciales de noviembre. No para contemplar su suspensión. En Baviera lo resolvieron sin una palabra más alta que otra en marzo: votaron por correo. Aquí no se ha planteado por parte de la oposición exigencias para que la ciudadanía tenga su derecho al voto garantizado. Al contrario. Otegi calificaba ayer de "catástrofe" convocar elecciones en julio y suspenderlas después. A cualquier observador ajeno podría parecerle una catástrofe no convocarlas, fiarlo todo a septiembre y que no se puedan celebrar entonces. ¿Por qué se percibe como un riesgo abrir esa ventana de oportunidad en julio pero se abraza sin temor jugársela a una carta nueve semanas después, en septiembre? Su concepto de catástrofe es tener que renunciar a un verano de precampaña. Hasta el virus se vuelve instrumental.