Ante una desgracia como la de Zaldibar buscamos culpables. Sublimamos las toxinas del alma en la desgracia y proyectamos en culpa nuestro miedo. El proceso emocional empieza por el anhelo de que nunca hubiera pasado; la empatía actúa en favor de las víctimas y su entorno justo antes de dar paso al instinto de conservación, que puede elevarse a la potencia de miedo. Ese proceso se incentiva sometiéndolo a la duda y se apacigua con las certezas de una información fiable. En torno a Zaldibar se han mezclado tanto ambos mecanismos que la alarma social acabó siendo fomentada interesadamente por algunos mensajes. No sabemos aún si hubo mecanismos de prevención que no anticiparon el colapso estructural del vertedero. Si los hubo, es obvio que deben mejorar. Si no, que deberán definirse responsabilidades. Y no son menores las de una desinformación que ha buscado crear un estado de ánimo del que obtener rendimiento. Yo no sé cuántos furanos y dioxinas entran habitualmente en una bocanada de aire. Nos dicen que, en lo peor de los incendios, en Zaldibar entraban 50 veces más. El mantra, calificado de "desafortunado" por la investigadora del CSIC Begoña Jiménez, alimentó a una oposición de selfie con mascarilla junto a los ciudadanos a los que sacaron a la calle a protestar sin ella. Pero los técnicos reiteran que los niveles medidos no afectan a la salud -700 femtogramos son 0,7 picogramos y la Organización Mundial de la Salud señala que una ingesta directa de dioxinas de hasta 2 picogramos por kilo de peso y semana no causa daños-; que emiten dioxinas su tabaco y mi calefacción central. Ha habido actitudes políticas y mediáticas tóxicas.