ESTOY dispuesto a plegarme a ese peaje previo que el sentido común debería no hacer necesario pero que la ínfima calidad de la argumentación en el debate público -social y, sobre todo, político y mediático- obliga a pagar. Ahí va: la tragedia del vertedero de Zaldibar exige una nítida identificación de responsabilidades, sean estas de las administraciones, de empresas o particulares. Depúrense tras un exhaustivo análisis de hechos y su contextualización. Asimismo, las familias de las víctimas tienen todo el derecho a la denuncia, al dolor y a no entender más razones que las de su duelo. Y los medios, asumir la obligación de no minimizar los riesgos ni magnificarlos. Dicho queda. Ahora vamos con los aguerridos y aguerridas que se sienten ungidos con el derecho a señalar, insultar y ensuciar a inmuebles y personas desde el más cobarde anonimato. No basta con desmarcarse de esas actitudes, que son facinerosas y antidemocráticas. La corresponsabilidad de la mano ejecutora es también del verbo que manipula sentimientos, que señala interesadamente a sabiendas de la falacia de sus argumentos. Es de quienes han sostenido, contra la realidad contrastable, que afrontamos un adelanto electoral -entre otras razones- para que el Gobierno vasco no dé explicaciones por el derrumbe del vertedero de Zaldibar, aunque el proceso de su convocatoria comenzó antes de suceder el hecho luctuoso. Lo han hecho en declaraciones a medios públicos esta semana, y por este orden, EH Bildu, Elkarrekin Podemos y PP. Luego llegó un exdirigente de ETA a animar a la chavalada a ensuciar batzokis. El hedor de esa actitud impregna el activismo de vertedero que padecemos en la precampaña.