CON bombo y farándula ha rodeado esta semana Boris Johnson el mayor fracaso de la historia del Reino Unido desde la pérdida de las colonias. La incapacidad de conciliar una realidad interna descosida con el mayor proyecto de cooperación al desarrollo común de la historia humana: la Unión Europea. Una mayoría de británicos no saben aún por qué se van del club europeo aunque, a decir verdad, no son menos los que no saben por qué estaban en él. La penitencia no va a ser solo suya porque sus características son como una gangrena en otros países de la Unión. El populismo ultranacionalista de raíz xenófoba y tendencias filofascistas parecía tener en los países de centro y este de Europa su mejor caldo de cultivo. Sin embargo, es en Reino Unido donde ha logrado hacer palanca para debilitar un modelo de bienestar y cohesión social compartido; en Italia donde ha puesto a los ciudadanos ante la necesidad de poner pie en pared contra ese discurso; y en España donde aún está por ver el límite de la influencia de un pensamiento ultraconservador similar al de hace un siglo. Europa no echaría de menos al Reino Unido y sus tensiones territoriales ni su pretensión de superioridad económica desmentida por los datos del que será su primer ejercicio libre de compromisos pero también de socios económicos en el continente. La UE podría aprovechar el momento para avanzar con firmeza en materia de seguridad y política exterior, en blindaje de los derechos sociales y en políticas fiscales. En todo lo que Londres ha sido un lastre. Pero la amenaza de contagio del nacionalpopulismo que tapa la crisis social y de valores con dos kilómetros de banderas es demasiado preocupante.