DIGNO de una profunda reflexión, lo de las elecciones en el Reino Unido nos dejará descolocados si lo interpretamos con la arrogancia de las convicciones propias. Toca ser sinceros y reconocer que el nacionalderechismo no es el fenómeno residual que nos permitiría dormir tranquilos. Ha logrado la transversalidad de clase, lo que pone en evidencia que los discursos de la izquierda deberían actualizarse. Boris Johnson ha ganado con holgura porque nadie ha mostrado hasta qué punto el proyecto de la derecha británica atlantista, la que romperá con la Europa social, va a depauperar las condiciones de vida de los millones de votantes con ingresos bajos que le han comprado el discurso. El laborista Jeremy Corbin se irá tras cosechar el peor resultado en 80 años y seguiremos sin saber si estaba o no en contra del Brexit. Demasiada táctica; intentar no equivocarse ha sido su error. Frente al bombo y cornetín que alimenta el orgullo patrio y que practican hoy las derechas en el mundo se ha reduido a un susurro la propuesta de rescatar el modelo de bienestar que apaciguó y permitió crecer a Europa durante medio siglo. Las crisis globales se manejan retóricamente como una amenaza exterior, lo que es un absurdo por definición. Pero la indignación la pagan quienes pretenden mantener el Estado social y no contra quienes se lo desmontan pagando las campañas del patriotismo individualista. Ese que dice que quien apenas llega a fin de mes verá resueltos sus problemas si le bajan los impuestos a quienes ganan más que él y dejan de pagarse servicios públicos y políticas de integración. Luego, la decepción pasará facturas a la calidad de nuestras democracias en favor de las políticas autoritarias.