LA actitud del prior del Valle de los Caídos, con su negativa a facilitar la exhumación de los restos del dictador Francisco Franco, desacatando los mandatos de los poderes ejecutivo y judicial, ha vuelto a poner sobre la mesa la evidencia de que la herencia de ese franquismo sociológico latente no ha sido purgada. Contra la percepción general, la catarsis colectiva de la dictadura no ha sido plena. Ni en España ni en Euskadi. De hecho, conserva dos síntomas asociables a colectivos sociopolíticos que se alimentan de una convicción que no resiste análisis y, por eso mismo, se lo evitan. A un lado, aquellos que, aun sin experimentarlo, sostienen aquello de que “con Franco vivíamos mejor”. Estos se envuelven en banderas preconstitucionales -y también con el escudo real, no lo olvidemos- y los más exaltados asaltan cines contra la última película de Amenábar. Por el “buen nombre” de Millán-Astray. Pero al otro lado hay una perversión sociopolítica del “contra Franco vivíamos mejor”. Los más ardientes seguidores tampoco vivieron el momento, pero comparten la excusa de lo que fue para construir relato de legítima resistencia contra la represión... en democracia. Y se dan fenómenos como que el entorno de un condenado por terrorismo reivindique su faceta de aficionado a la pintura. Con su derecho a la reinserción y a cultivar facetas desarmadas de su personalidad intactos, lo que es evidente es que hay una retórica sociopolítica compartida que pretende descriminalizar las acciones de unos presos y no de otros. ¿O alguien cree posible que, sin ese relato mitificador, el “entorno” del violador del ascensor, por poner el caso, reivindique la faceta artística de su personalidad con una exposición?