NO se va a detener. No basta con que nos opongamos, como sociedad desarrollada, a la llegada de inmigrantes. Y digo inmigrantes y no refugiados porque creo que ha llegado el momento de que no hagamos una distinción falsa. No es verdad que estemos dispuestos a asistir a los que huyen de situaciones de persecución en sus países de origen. Los tenemos en mitad del Mediterráneo hoy como los tuvimos muriendo en las costas de Grecia ayer. Aquellos eran mayoritariamente sirios que huían de una guerra genocida; estos son mayoritariamente subsaharianos que huyen de donde la vida se ha depreciado hasta no valer nada. Pero, en todo caso, huyen de modelos sociales y políticos fallidos. De estructuras de poder incapaces de crear, administrar y repartir condiciones de vida digna. Y sí, hay una cantidad ingente de personas que buscan mejores oportunidades. Emigrantes económicos entre los que se cuelan indeseables. Como la legión de emigrados irlandeses que huyeron de la hambruna de mediados del siglo XIX a Estados Unidos. Los alistaban por regimientos en las filas de la Unión para combatir en la guerra civil. O los europeos del centro y el este que siguieron el mismo camino en el último tercio del mismo siglo. O los vascos, gallegos, bretones, silesianos que también buscaron su vida en la primera mitad del siglo pasado en una tierra nueva; o los birmanos, tailandeses, malayos, que morían en las cosatas de Australia en la segunda. No me hagan creer que este fenómeno cíclico, global e imparable tiene que ver con cuatro caraduras que buscan vivir del cuento con la RGI. Si ese argumento calma conciencias, hundan los barcos de rescate. Y, con ellos, nuestra dignidad.