Hace unos años hizo fortuna uno de esos eslóganes entre facilones, demagógicos y bienintencionados –salvo en esto último, como todos los lemas–, que rezaba “Otro mundo es posible”. La consigna se fue localizando, con hallazgos como “Otra Euskadi es posible”, e incluso hiperlocalizando: claro, otro barrio también “es posible”. El caso es que era verdad: las cosas siempre pueden cambiar. El mundo, mismamente. Y es que, cada vez más, hay que tener cuidado con lo que se desea. Estamos a diez días de que el gran conseguidor con nombre de pato animado y apellido inapelablemente triunfador alcance por segunda vez su gran meta y siente sus republicanas posaderas en el trono del despacho oval. Entre sus muchas tareas pendientes, llega dispuesto a cambiar el mundo: solucionar guerras en 24 horas, imponer la “libertad” –y al que no sea libre, le obligará a ser libre, salvo que sea un inmigrante comemascotas–, indultar al que le dé la gana –bueno, como todos–, acabar con el establishment, alterar el “caduco” orden mundial y, sobre todo, ganar mucho dinero, con la inestimable ayuda de su colega Elon Musk. Hay quienes no hacen mucho caso de todo eso. Al fin y al cabo, ya se sabe que los políticos no cumplen lo que prometen. Pero Trump no es un político, es un César que se cree un dios, tipo Calígula. Y por eso es muy peligroso, mucho más que “los políticos”. Si de verdad quiere anexionarse Groenlandia, lo intentará. Si aspira a incorporarse Canadá, tanteará cómo. Si pretende tomar el control del canal de Panamá, buscará cómo hacerlo, y ya sabemos que la vía de los hechos y la presión militar son sus bazas. Si, como desea Elon Musk, quiere desestabilizar –aún más– Europa por medio de apoyos de todo tipo a la extrema derecha, lo hará. Aunque no sepa ni quiera saber dónde está Dinamarca. A mí me recuerda a la inolvidable escena de El gran dictador en la que Charles Chaplin juega perversamente con un gran globo que representa precisamente el mundo. Se demostrará así que otro mundo era posible. Solo que mucho peor.
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