Para emociones y elucubraciones, el 12-M. Elecciones de alto voltaje. Catalunya vota y Madrid contiene el aliento. Sus certezas sobran entre los dedos de una mano. Sus hipótesis se desparraman. Más allá de la victoria en votos de Illa, del angustioso declive de ERC y del laberinto esquizofrénico para formar Govern, el resto son meras especulaciones. Las incógnitas se apoderan del índice final de abstención, del estado de salud de la familia independentista, del combate fratricida entre PP y Vox, de la profundidad del seísmo de los comunes y del apoyo a la xenófoba Silvia Orriols. Una ocasión en paralelo para asistir a la primera reválida del efecto que ha supuesto en el ciudadano los cinco días de Pedro Sánchez en su diván alertando del peligro de la derecha y de su ejército ejecutor. En todo caso, la respuesta democrática para saber si la política catalana dispone de un nuevo escenario.

Culminará mañana una semana plagada de desgarros. En su mayoría, dentro de las familias, donde resultan más dolorosos. Ocurrirá con la suerte de los partidos soberanistas catalanes, que se han despedazado sin paños calientes durante la campaña como se temía. Lejos quedan aquellas inquebrantables muestras de unidad frente al enemigo Estado español que apuntalaron el procés. Otro tanto en el propio Gobierno de coalición, donde Sumar busca desesperadamente un hueco por cualquier recodo para sacar la cabeza que parece perdida entre sus batacazos electorales y su deslavazada organización interna. O qué decir del pugilato entre la derecha, la centrista y la desaforada, para endurecer hasta el paroxismo el rechazo inmisericorde de la inmigración.

Podría decirse que el habitual nerviosismo propio de cualquier confrontación electoral se acerca al pánico en la recta final. Como si las primeras profecías parecieran desmontadas una a una en las vísperas de depositar el voto. Que el pronosticado triunfo incontestable de Illa acabara siendo más apurado en escaños por culpa del desequilibrado reparto territorial. Que Carles Puigdemont, aquel desahuciado y ahora revitalizado por Sánchez, terminara convirtiéndose en el dique imposible para un acuerdo. Que Pere Aragonès viera más cerca su final político porque le aguarda un estrepitoso fracaso después de haber adelantado las elecciones tratando de pillar desprevenido a su principal enemigo. Que Feijóo contiene el aliento porque aquel sorpasso seguro sobre Vox parece diluido al percatarse de que un sector españolista en Catalunya solo quiere mano dura sin ambigüedades. La receta de Abascal sin ir más lejos. Que Yolanda Díaz se tapa los ojos ante un desastre muy previsible del que también deberá responsabilizarse a la huidiza insolidaria Ada Colau, que ha dejado a los suyos abandonados. Un mal resultado complicaría la cacareada opción del tripartito. Que aquella Aliança Catalana que asomaba estrafalaria en su día, ahora amenaza con alcanzar la hazaña de conformar grupo parlamentario y secundar una hipotética mayoría independentista.

A modo de bravatas

Siempre quedará la bochornosa jauría en el seno de la familia judicial. Cada día hay otro motivo para que se agrande la desconfianza ciudadana en la justicia. Las descaradas evidencias sobre la intencionalidad ideológica de algunos togados desconsuelan. La tormenta recurrente en torno al jefe máximo de los fiscales provoca desazón. Dos bandos retorciendo los reglamentos para servir a intereses personalistas cuando no bastardos. Maldito aquel día que un arrogante Sánchez disipó la duda sobre la dependencia del Fiscal General. Malvado aquel wasap del senador popular Coisidó jactándose de controlar el Supremo desde el PP. El espectáculo sobre el nombramiento de Dolores Delgado es denigrante. La resistencia numantina a la renovación del Poder Judicial es inadmisible por tendenciosa.

Más aún. La confrontación como método adquiere carta de naturaleza hasta en la familia financiera. El duelo entre BBVA y Banco Sabadell, destapado en el momento político más inoportuno que solo un estratega torpe o apurado podría aconsejar, alumbra otro foco de tensión en un país preso del continuo sobresalto. Jamás los discursos de unas elecciones apelando al voto se han visto tan condicionados por un fenómeno exógeno de esta dimensión. Una disputa macroeconómica de resultado incierto en su resolución. Un proceso solo comparable a la intrincada negociación que se avecina para hallar una salida sostenible al mensaje de las urnas catalanas.