Joxemari, un amigo, murió el miércoles. De gran corazón, pero con el corazón cansado. Con él, murió un gran polemista. El último diría yo. Le bastaba incorporarse a una reunión o comida para, inmediatamente, de forma natural, percatarse de por dónde iban los tiros ese día para, de forma innata, pero con la consiguiente teatralidad gesticular, plantear un tema con el que enzarzarse en una eterna polémica en la que, sí o sí, te ganaba de todas todas, aunque fuese, sólo (con tilde) por aburrimiento. Le echaremos en falta en las sobremesas en las que unas veces llegaba con el traje de ateo y otras, con el traje del Opus Dei. En función, de su pituitaria polemista.

Pues bien, ante la falta de Joxemari, me veo en la necesidad de tomarle el relevo y plantear una cuestión que, si bien me ronda por la cabeza en los últimos tiempos, esta misma semana he podido contrastarla con algunos productores.

La cuestión que me ronda es la siguiente: viendo la creciente burocracia administrativa que conlleva la política agraria común europea, la popular PAC, la no menos tupida maraña de las administraciones más cercanas al productor (dígase Ayuntamiento, Diputación foral, Gobierno vasco y Gobierno central), así como la asfixiante normativa a cumplimentar en ámbitos medioambientales, laborales, procedimientos en marcas de calidad, etc., la duda que me surge es si estamos impulsando, tal y como se afirma en teoría, la agricultura familiar, o si por el contrario, estamos abonando el terreno de juego para unas explotaciones empresariales donde hay un gerente, un potente departamento administrativo y un menguante equipo productivo.

Se mire por donde se mire, creo humildemente que todos los pasos que se están dando en nombre de la modernidad y de la puñetera digitalización van encaminados a conformar un sector productivo donde los titulares se transforman en meros administrativos y supervisores de las diferentes tareas de los diversos departamentos de su explotación, más pendientes de cumplir con la normativa, que los papeles vayan bien cumplimentados, con la firma y el sello bien estampados y no tanto de manejar bien las fincas o gestionar el rebaño. O en su caso, s, un titular cuyas múltiples tareas administrativas y burocráticas sean subcontratadas a entidades y gestorías con lo que, una vez más, se incrementa el gasto y con ello, merma la rentabilidad.

Como decía, esta misma semana, compartiendo con productores de fruta y viña, subsectores donde el factor de la mano de obra es vital, surgió la duda, si la normativa que impide que los familiares colaboren en las tareas productivas y que amigos de la familia, a cambio de una comida, te echen una mano en las tareas de recolección u otras tareas que, por su idiosincrasia, requieren de mucha mano de obra en un momento puntual, a lo dicho, si esta prohibición ayuda a fortalecer la agricultura familiar o si va, directamente, en contra de dicho modelo.

Si la agricultura familiar es aquella donde el titular o titulares son miembros de una familia y donde la carga de trabajo se basa, mayoritariamente, en su entorno familiar, ¿qué sentido tiene prohibir que los familiares y su entorno más cercano te puedan ayudar y colaborar en determinadas tareas?. Es más, rizando el rizo, mientras la normativa permite que tus padres cuiden de tus hijos menores mientras estás en plena faena, haciendo, como diría un inspector de la administración, competencia desleal a los servicios de guardería legales, pues bien, esa misma normativa prohíbe que esos mismos progenitores te echen una mano en la recogida de la fruta.

Algo parecido ocurre con esa normativa que permite que tus hijos/hijas adolescentes te ayuden en la cumplimentación de la burocracia en el momento de solicitar las ayudas, llevar los registros, cuadernos de campo, etc., haciendo igualmente competencia desleal a los gestores legalmente reconocidos y homologados, mientras les prohíbe, a esos mismos adolescentes, ayudar en el momento de dar de comer al ganado o recoger la hierba.

Un sinsentido total. La agricultura familiar como otros muchos negocios familiares, subsisten y perviven gracias a la solidaridad familiar, intergeneracional y al trabajo conjunto, y desinteresado, de los familiares que son conscientes que sin su colaboración, es imposible tirar adelante con la explotación familiar.

Si a la agricultura familiar se le prohíbe, como ocurre en la actualidad, practicar ese tesoro que es la solidaridad familiar, debemos ser conscientes que estamos poniendo los mimbres para su extinción, al mismo tiempo que, estamos extendiendo la alfombra roja para un modelo empresarial con gerentes, departamentos administrativos, jefe de personal, de calidad, relaciones externas y donde la mano de obra, lo más económica posible, recaerá en colectivos vulnerables. Un modelo, por cierto, del gusto de los fondos de inversión. l

Miembro del sindicato ENBA