ATRIBUYEN a Napoleón Bonaparte la célebre frase “cuando China despierte el mundo temblará”. Y eso que, por entonces, aquello de la globalización se hacía a pie o, todo lo más, a uña de caballo. Hace tiempo que es evidente que China lleva despierta unos años y este mundo también viene acreditando que no tiembla por nada. En las últimas dos décadas, China ha desplegado su estrategia de desarrollo socioeconómico, que va mucho más allá del enunciado de “un país, dos sistemas”. China es hoy una economía de mercado con el rígido control político del régimen de partido único y dirección centralizada de la economía que caracterizan al comunismo. Pero China es mucho más que eso. Como el rape, con el pequeño apéndice que agita sobre su boca haciendo creer a su presa que es un gusano sabroso, China abrió a la industria occidental su mercado de cientos de millones de compradores y costes ínfimos de producción. Casi pasa desapercibida la obligación de contar con un socio local para poder implantarse allí y la exigencia de que la tecnología desarrollada quede en sus manos. Gigantes empresariales con recursos ingentes surgieron de la noche a la mañana. Luego llegó la fase en que el amigo pequinés compró la deuda pública y privada del sistema financiero de medio mundo. Ahora, con su proyecto de Ruta de la Seda, planea invertir en una red de infraestructuras de transporte que conecte el país con Europa. Italia ha mordido el apéndice y quiere asociarse en proyectos con capital chino. La próxima generación ya no emigrará a occidente a montar ultramarinos: serán rentistas de los intereses de nuestras deudas. Bostecemos.
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