EL poeta y dramaturgo Lord Lytton dejó escrita una advertencia: la magia de la lengua es el hechizo más peligroso. Y más poderoso, pudiera decirse a su vez. Al fin y al cabo, aquella idea de Flaubert de que con un uso tosco de la lengua solo podrás conseguir que bailen los osos, pero si consigues que tus palabras tengan música lograrás que se derritan las estrellas viene a decir ambas cosas. La lengua como mano que latiga o como mano que acaricia. En ese orden de las cosas, claro está, se enclava el euskera.
Arropados bajo esa manta de abrigo que es el Euskaraldia, un motor de propulsión para el uso del euskera en comunidad -la idea de las dos posturas, el ahobizi y el belarriprest- recuerda la necesidad del habla, la más eficaz de la soluciones para que una lengua arraigue. ¿Acaso no fue Koldo Mitxelena quien dio en el clavo al decir que el verdadero misterio del euskera es su supervivencia, no su origen? Al fin y al cabo, una lengua no se pierde porque los que no la saben no la aprenden, sino porque los que la saben no la hablan. O dicho de otra manera, hizkuntza bat ez da galtzen ez dakitenek ikasten ez dutelako, dakitenek hitz egiten ez dutelako baizik. Así nos entendemos todos.
Si no falla mi memoria, llamada a filas para esta columna desde la lectura de juventud, creo recordar que Miguel de Cervantes, en su inmortal Don Quijote, pidió algo así como “que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aún el vizcaino, que escribe en la suya”.
Siglos después, la política de los hombres, por encima de la naturaleza de las cosas, impuso su ley y su castigo. Hubo casi un silencio, una clandestinidad que hoy se aborrece pero que condenó al olvido por falta de uso. Pero, como dijo Atxaga, “la lengua no tiene que ver con la política, está más allá, es en todo caso una poética.