Solo un halo esotérico podría diseccionar con atino ahora mismo -y quizá en los próximos meses- la esquizofrénica realidad política de España. Ningún ejemplo más ilustrativo para desentrañar semejante disparate que el estrafalario debate inicial sobre los Presupuestos. Sin disponer de su preceptivo techo real de gasto, carente de un dato convincente sobre su previsión estimativa de ingresos como le acaba de recordar la UE, encarado con la exigencia europea de contención del déficit, necesitado de una mayoría por conquistar, arranca en una cárcel la primera negociación posterior a su nacimiento ante la hilaridad del respetable. La fotografía de Pablo Iglesias esperando el turno de visita sin límite de tiempo a Oriol Junqueras en Lledoners tuvo que provocar sarpullido en el pudor profesional del juez Llarena. Acto uno.

De rebote, el independentismo unilateral traga el sapo -quedan muchos más en el zaguán- del intencionado guiño de la mayoría de la izquierda que sustenta el Gobierno español hacia el líder de ERC. La visualización de este desprecio por medio de tan descarado desmarque estratégico dispone del suficiente calado para enojar al irreductible Puigdemont y a su vicario, Torra, aunque quieran mirar hacia otro lado para fortalecer su idealismo resistente. No es imaginable que en la mediática cita de la prisión se haya dedicado siquiera un par de minutos entre el líder de Podemos, sobre todo, y Junqueras, a debatir sobre la idoneidad de las cargas impositivas o el reequilibrio del gasto. La reunión tiene mirada de luces largas y de ahí que se agrande el agujero de las diferencias cada vez más expuestas de las dos miradas de encarar la apuesta por el independentismo catalán. Pero también de la importancia de haberlo propiciado. El Gobierno socialista se apropia de una aplaudida imagen de apuesta por el diálogo, que acompaña sin olvidarse de la ley -como botón de muestra, el coscorrón de ayer al acuerdo catalán contra la monarquía- y así amansa las críticas de las fieras. Acto dos.

En cualquier lugar del mundo civilizado se hostigaría hasta con la descalificación a un gobierno que encargara a un heterodoxo emisario asegurarse en una prisión la razón de su permanencia. Pero el temor reverencial a la dinamita andante que significa el conflicto no resuelto de Catalunya lo perdona todo, sobre todo en ese imaginario colectivo en el que se refugia Sánchez. El presidente y su reducidísimo entorno juegan con ello porque saben que el diálogo siempre renta más aún después del estéril resultado de ese incómodo artículo 155 al que en su día él mismo, como una prueba más de su ideología exclusivamente acomodaticia, abrazó con ahínco junto al resto de partidos temerosos de la ruptura de la unidad de la patria. Al hacerlo, dinamiza encantado la imagen de un Iglesias comprometido con la oportunidad que supone apuntalar un futuro con gobiernos de izquierda. Incluso, sabe que al hacerlo desespera a un susanismo sobrecogido por esta alianza que siguen aborreciendo por la historia reciente. Acto tres.

Un PP enrabietado pero sin mayor argumento que la torpeza dialéctica y un inmovilista discurso ultramontano trata de buscarse a sí mismo sin más criterio que el mensaje oportunista, como le ocurre a Ciudadanos. Lo hace, además, urgido y en medio de una desconfianza congénita que les debilita. Su desasosiego cuando no su esperpento -el patético monólogo de Dolors Montserrat, por ejemplo- aporta, de rebote, ese oxígeno suficiente a las pasmosas dudas erráticas de una acción de gobierno incansablemente tormentosa. Prisionero de estos desajustes estratégicos, Pablo Casado sigue tirando por el desagüe los réditos de su elección y la tregua que le supuso regatear a la justicia con su máster. A Ciudadanos solo le queda que explote Catalunya. Acto cuatro.

En este vodevil esotérico queda la traca final de la Justicia, que todo lo contamina. Judicializado el procés, otros escándalos espeluznantes como las correrías de Villarejo, Billy el Niño y la propia ministra Delgado han llegado a ser capaces de tambalear a un Gobierno sin que posiblemente haya estallado el último cartucho. Y en estas llega el Tribunal Supremo para avivar el desconcierto de una ciudadanía cada vez más desconfiada con las decisiones judiciales. El sorprendente fallo en dos actos sobre una materia tan delicada como los gastos hipotecarios une a todos los contribuyentes de ideologías encontradas porque así emerge la alargada sospecha de la siempre temida intimidación bancaria. Último acto.