Esta semana ha muerto a los 90 años Marceline Loridan-Ivens, escritora, cineasta y superviviente del Holocausto. Este verano murió Claude Lazmann, con quien tiene tantos paralelismos. El verano pasado murió Simone Veil, hermana en la deportación y el martirio de Auschwitz. Van quedando pocos de aquellos que vivieron los campos de concentración. Nuestro deber es escuchar y honrar su memoria.

Marceline no fue un personaje fácil ni complaciente. Es inclasificable. Su legado no sirve a la izquierda, que no le perdona su defensa de la existencia de Israel y su derecho a defenderse. No sirve a la derecha, que la ve como una comunista no suficientemente reformada. No sirve a Israel, por su ateísmo y su judaísmo cosmopolita, laico y contaminado. No sirve a cierto feminismo que dice buscar mujeres fuertes, pero que reniega de las que por serlo tienen criterio disidente y osan expresarlo. No sirve a la memoria oficial de Francia, que quiere recordarse resistente y no colaboracionista. La memoria de Marceline no sirve para confirmar ninguna ortodoxia, para dar la razón a ningún grupo: solo sirve para buscar trágica, agónicamente.

Se hizo comunista y vivió las rigideces de la ortodoxia y pagó los costes del desviacionismo, pero varias cosas le salvaron de la prisión interior del fanatismo ideológico: el amor a la cultura, la curiosidad intelectual, la compasión por el sufrimiento del inocente y un duro, cínico sentido del honor. La inteligencia no nos libra del fanatismo. La historia y el presente nos dan ejemplos de inteligencias prodigiosas entregadas a la fantasía de cualquier ideología suficientemente redonda y cruel. Solo la lúcida mezcla de cultura, curiosidad, piedad y humor nos da alguna esperanza.

Marceline fue deportada junto a su amado padre. Él se lo advirtió: yo soy mayor, no volveré, pero tú eres joven, sí regresarás. Lo contó en un libro que es homenaje: Y tú no regresaste.

Luego escribió otra obra que imperdonablemente aún no está editada en español: L’amour après. Una niña pudorosa que no había visto a nadie desnudo, ni de su familia, ni se había desnudado ante nadie, y de pronto debe hacerlo junto a muchas, como cuerpos que son ganado o cosas o marionetas, frente a un doctor de apellido Mengele. La adolescente que había visto todas las caras de la muerte, todas sus formas, sus olores y sus gritos, pero nada sabía del amor y de una piel suave o un beso: J’ai tout vu de la mort sans rien conaître de l’amour. No quiso hijos e hizo de ello una pregunta sobre su nihilismo paradójicamente lleno de vida y creación.

Una mujer que resume la historia de su siglo. Fue anticolonialista contra su país siendo por ello detenida, pero denunció después las miserias de los nuevos estados sin el paternalismo tonto de la queja eterna y victimista de ese colonialismo que ella sí combatió. Tuvo que cavar tumbas y ser parte del sistema de eliminación de los suyos. Y olvidó y negó y recordó y aceptó.

Marceline veía cómo la vejez la dulcificaba y eso le gustaba. Fue bella y dura, sonriente y sufriente, fuego rojizo en el pelo y en el corazón. No la habrán visto en los periódicos. Por eso quería traerla aquí: para que su memoria no desaparezca y viva en la nuestra.