EL estado de situación tras la última decisión del juez Llarena de renunciar a juzgar a Puigdemont solo por malversación dada la negativa del tribunal alemán a entregarlo por una presunta rebelión que solo ve la justicia española recoloca el tablero judicial -y por tanto político- de una manera endiablada. Por de pronto, todos los que se exiliaron son libres. Como ciudadanos europeos, pueden circular libremente por los diferentes países de Europa... salvo uno: España.

Ante esta incómoda realidad, Llarena actúa como el conductor que maneja su vehículo en sentido contrario: son todos los demás los que van en dirección prohibida.

La decisión del magistrado del Tribunal Supremo contiene una gran paradoja, porque supone, de facto, una doble condena: una para él y otra para Puigdemont. Para él porque queda en evidencia toda su instrucción y, con ella, su empeño en forzar y retorcer los hechos para que parecieran lo que él quería. Por eso en su auto de ayer se permite también enjuiciar ¡y sentenciar! a los tribunales belga y alemán. El texto está plagado de expresiones autoexculpatorias y condenatorias de sus colegas extranjeros: “Debería haberse limitado...”, “desde un posicionamiento desacertado...”, “falta de compromiso...”, “no puede...”, “despreciando el conocimento de...”. Todo, para justificarse y desviar su responsabilidad. Lo que no explica el magistrado es que, si tan claro tiene lo que no podían haber hecho los tribunales europeos pero hicieron, no haya recurrido al Tribunal de Justicia de la UE. Tiene Llarena el tupé suficiente para acusar a quienes le han enmendado la plana pero le han faltado arrestos para presentar un recurso a instancia superior, tal vez porque una hipotética tercera derrota, y de ese calibre, sería ya demasiado humillante.

Quizá tenga esperanza el juez en que Puigdemont se equivoque, que regrese o que pise un país más proclive y reactivar la euroorden. Porque esa es otra. Esta decisión de Llarena es una victoria pírrica para el expresident, condenado a vivir fuera de Catalunya y de la política hasta que o bien absuelvan de rebelión a sus subordinados o bien prescriba el delito. Y, contra lo que dice el tango, veinte años son muchos.