POCAS veces ocurre un suceso así en el proceloso universo futbolístico, pues del Vicente Calderón salieron victoriosos los dos contendientes y, por alcance, otros dos equipos cercanos, la Real Sociedad, que va directamente a la fase de grupos de la Europa League, algo inédito en los txuri-urdin, y el Athletic, que también se clasifica para este torneo, aunque sea por la vía de servicio, con lo cual Ernesto Valverde ya puede dejar el club bilbaino jactándose de haber conseguido el pleno de clasificaciones para las competiciones continentales, un mérito indudable.

Hasta Felipe VI se sintió parcialmente aliviado, no en vano la estridencia de la pitada fue apreciablemente menor a la de 2015, con el Athletic presente, que no es poco para los tiempos que corren y el perfil social de los contendientes, catalanes (que se han abonado a las finales, así que resignación cristiana, Felipe) y vascos del Alavés, novicios en estas lides.

Sin embargo, paradojas de la vida, quien más ganó, o sea el Barça, asimiló la victoria forzado, como con fingimiento, y eso se notaba en sus jugadores. En Canaletas, el lugar sacrosanto de exaltación azulgrana, apenas se arremolinaron doscientos culés, prueba evidente de que la Copa escanciaba insignificancia, una especie de premio de consolación sabiendo que el Real Madrid se llevó la Liga, la parte magra de la temporada, y puede redondear la faena conquistando el próximo sábado en Cardiff la Duodécima.

Y además todo el mundo daba por descontado lo evidente. Que por muy retorcido que a veces resulte el fútbol nadie dudaba que el Barça superaría a su modesto rival, un recién ascendido al fin y al cabo. Además se cernía la siniestra amenaza del oprobio. Mira que si perdemos la Copa, con Messi, Neymar, Piqué o Iniesta en nómina...

Así que Messi se puso en faena y en tres minutos, al borde del descanso, mató y remató al Alavés, de tal forma que la segunda parte se presagiaba a beneficio de inventario. Y de eso nada. Lejos de hundirse en la miseria y admitir su poquedad en comparación, sacaron casta y pelearon hasta la extenuación los hombres de Pellegrino, incordiando sobremanera al equipo azulgrana, transformando un partido de trámite en una exaltación para más honra del Glorioso y sus seguidores, que agradecieron tanto el sobresfuerzo de sus jugadores que terminaron celebrando la derrota, algo sorprendente en un deporte tan pasional.

En consecuencia, los babazorros se han sentido realizados, pues la Copa fue el corolario a una aventura fantástica, iniciada con el regreso a Primera tras unas larga ausencia y culminada con la permanencia, lograda de forma eficaz. Llegar hasta la final supo a premio añadido, fomentando la posibilidad de fabular con lo imposible y entregarse a un ejercicio de camaradería que hizo dichosa la romería hasta Madrid.

Y luego están quienes desearon la derrota del Alavés para edulcorar una clasificación insuficiente, porque significaba entrar a Europa por la gatera. Viéndoles tan orgullosos (ese ha sido el concepto más repetido entre la hinchada albiazul), reconforta, pues caemos en la cuenta de haber deseado el mal ajeno por simple mezquindad.

Hasta el mismo Valverde no tuvo reparos en admitir que deseaba la derrota del Alavés aunque, claro, tenía doble motivo.

Siento mucha curiosidad por saber cómo encajará Txingurri al mando del poderoso Barça. Conviviendo con semejante concentración de egos sin perder la autoridad sobre el grupo; o cómo afrontará la reconversión azulgrana para buscar los objetivos máximos, que son los únicos que calman la sed del aficionado azulgrana. Valverde, hay que recordarlo, se va al equipo que más destrozos le ha ocasionado al Athletic en los últimos tiempos. Se ha pasado al enemigo.

“Me considero la persona adecuada” para dirigir el Athletic, dijo Ziganda, el sucesor. Bien empieza el navarro, presumiendo de autoestima, y añade: “Veo que tenemos un equipazo”. ¿Y qué entiende por eso? Buena pregunta. Y mucho tiempo por delante para conocer su resolución.