VISTO el curso de los acontecimientos, Ernesto Valverde hizo bien en relegar a la suplencia a Gorka Iriazoz, por mucho que se hubiera merecido el detalle de ponerle frente al Leganés como homenaje y despedida activa a una larguísima trayectoria en el equipo rojiblanco, con sombras y luces, que de todo hubo, pero mostrando en todo momento una actitud muy honesta. La de palos que le han caído al buen hombre, que sin embargo tuvo la capacidad del encajar impertérrito las críticas y luego levantarse sacudiéndose el polvo como si nada. En otro tiempo, no tan lejano, al portero que le caía encima la somanta le entraba una especie de pánico y terminaba camino del frenopático.

Pero Iraizoz ha estado nada menos que diez temporadas aguantando el tipo con donaire, y por eso se merecía la titularidad. ¿O acaso no es cierto que para el técnico todos sus porteros eran buenísimos, y por eso les hizo rotar dejando a todo el mundo asombrado por semejante osadía? Pero llegó el día del adiós y Valverde no tuvo el detalle. Supongo que tampoco estaba para templar gaitas. Tenía que ser Kepa Arrizabalaga, titular indiscutible desde que el entrenador dejó de experimentar con la portería, mandó a Herrerín a Madrid y a Gorka definitivamente al banquillo. Y desde allá contempló el partido, no sin antes sentir el calor de una afición que le mostró su agradecimiento con generosidad.

Kepa tuvo dos. En la primera fue atento y acertó a repeler el remate de Bustinza. En la segunda reaccionó con lentitud y estuvo poco intuitivo, como todos sus compañeros de la defensa, y quedó retratado en el gol de Szymanowski. De haber sido Iraizoz el responsable, los últimos minutos del cancerbero navarro en el Athletic se habrían consumido entre la desazón. Finalmente pudo despedirse con donaire, arropado por sus hijas, manteado por sus compañeros y jaleado por la afición (o al menos toda esa gente que tuvo la santa gana de quedarse concluido el desabrido partido pensando en Iraizoz).

Más tarde Valverde admitió que, de haber transcurrido los acontecimientos según lo imaginado y previsible, es decir, con una cómoda victoria del Athletic, entonces habría hecho el cambio, recreando una dimensión acorde con el personaje.

Hay dos formas de contemplar la triste despedida de la temporada en San Mamés: de lo malo, la Real Sociedad también empató en Anoeta ante el Málaga, y otro tanto hizo el Villarreal frente al Deportivo. Luego todo permanece inmutable. A eso se aferra el entrenador rojiblanco, ponderando el valor que tiene depender de uno mismo en la última jornada.

La otra, parece palmaria: el anterior domingo en Mendizorrotza y ayer frente al Leganés, el Athletic fue incapaz de consolidar a la hora de la verdad todas las ilusiones generadas en su brioso esprint final. Se trataba de dos equipos recién ascendidos. Nada del otro mundo.

Y por esa flojera, ante la última jornada asoma el siguiente panorama: La Real Sociedad acaba en Balaídos frente al Celta, el Villarreal en Mestalla ante el Valencia y el Athletic en el Vicente Calderón, donde la hinchada del Atlético de Madrid hace meses que agotó las localidades dispuestos a brindarle la más ñoña de las despedidas al estadio, lo cual implica una sobredosis de motivación para los hombres de Simeone.

A la espera de acontecimientos, pues a lo mejor los chicos le arrean un Calderonazo a los descendientes de aquella criatura nacida en 1903 a modo de sucursal del Athletic, la verdadera emoción que recorrió La Catedral fue protagonizada por los futbolistas del Leganés, el modesto equipo del sur de Madrid que parece otra sucursal rojiblanca. Su capitán Mantovani, tuvo la oportunidad de hacer los honores junto al busto de Pichichi antes del partido. Y después se desparramó en llantos de alegría junto a sus compañeros, pues el punto sumado les deja definitivamente en Primera.

San Mamés, tan sentimental, se despidió de Iraizoz, aplaudió la hazaña del Leganés y finalmente se quedó con la ganas de echar otra lagrimita por Valverde.