SIN duda, la experiencia de desempeñar parte de la vida laboral en otro lugar no puede ser más que enriquecedora. Y, qué duda cabe, un joven no debe permitirse quedarse aquí sin empleo pudiendo desarrollar su proyecto profesional y de vida en otros lugares. Es, sin embargo, muy probable que la mayoría de los que emprenden ese camino no vuelvan. Es el precio del éxito de los nuestros en el exterior.

Corremos el riesgo de perder buena parte de nuestro más precioso tesoro social: el capital humano de los jóvenes formados aquí. Se trata de una prueba a la que, como sociedad, irremediablemente nos estamos sometiendo. Y todo parece indicar que saldremos debilitados.

He aquí un ejemplo.

Hará algo más de cuatro años que escribí en esta sección el artículo ¿Hora de emigrar?. En él narraba el encuentro fortuito en un avión con un joven científico vasco que emigraba con su esposa e hijo de dos años a una de las emergentes instituciones de excelencia científica en Asia.

Hace ya unos días, recibí una llamada en el móvil. Mi interlocutor pronto me hizo saber que se trataba de aquel joven científico, con quien, durante aquel largo viaje, tuve ocasión de mantener una extensa conversación, franca, sobre sus motivaciones y las previsibles consecuencias últimas de su valiente decisión de hacer las maletas, dejar Euskadi y explorar otros horizontes.

Había venido a ver a su familia y amigos, aprovechando las semanas de receso entre el primer y el segundo cuatrimestre académico.

Quedamos en un café de Bilbao donde mantuvimos una deliciosa conversación de casi dos horas. Su euskara sigue siendo impecable, aunque en algunas de sus expresiones se puede empezar a adivinar la influencia americana, pues ahora trabaja en California.

No me sorprende. Forma parte de la élite científica mundial, de ese raro y selecto grupo de jóvenes investigadores que puede elegir dónde quiere trabajar. La vida en Asia les resultó compleja, satisfactoria en lo profesional, pero de difícil integración para la familia. Eso les llevó a cruzar el Pacífico para reubicarse en la costa oeste de los Estados Unidos, en uno de los hubs internacionales de la élite científica.

Lo vi en plenitud, como corresponde a su edad, con treinta y tantos años, con un aspecto excelente y una envidiable familia y posición profesional. Pero más que hablarme de sus éxitos, él me quería hablar de las carencias que sentía, de las dudas que no ha conseguido disipar desde que se fue.

Quise relativizar; esas dudas le acompañarán toda la vida.

Me decía que sentía “herri-mina”, en una expresión tan genuinamente nuestra, que hace alusión a la añoranza de los emigrantes. En euskara min vale tanto para el dolor y el sufrimiento como para la nostalgia, posiblemente porque la pena y la añoranza pueden llegar a doler. Si jakin-mina es deseo de saber y aprender, herri-mina se refiere a la nostalgia que todo emigrante siente de los lugares y las gentes de su tierra, de sus colores, olores y sonidos.

Vive frente al mar, en uno de esos campus californianos que están tan cuidados que parecen campos de golf, pero -me decía- aquel mar tiene un color distinto y echa de menos los olores nublados de los rincones del puerto que le vio nacer aquí, a finales de los setenta.

Donde vive ahora, bajo el sol, hay pelícanos. El color de su piel lo delata pues, cada vez que puede, se adentra en el mar a jugar con las olas. Antes lo hacía con su tabla, ahora lo hace más con su hijo Unai, de cinco años, su tercera pasión, junto con su esposa y la Ciencia.

Lamenta, por ejemplo, que el final del verano no vaya acompañado de unas semanas en las que pueda percibirse con nitidez el acortamiento de los días, el oscurecimiento del mar, el cambio de luz o de pigmentación en la vegetación, que entristece también el alma.

Sigue puntualmente las noticias de aquí.

Hablamos un poco de todo y, cómo no, de política.

Comentaba la insólita situación que se vivió en Madrid, sin nuevo gobierno durante meses. Una de las ventajas del sistema electoral americano, me dijo, es que el presidente se elige entre dos candidatos, habiendo sólo dos opciones de voto que conducen siempre a un resultado identificable aunque a veces muy ajustado y hasta controvertido, como ocurrió cuando Al Gore perdió las elecciones ante George W. Bush en el 2000 o, en cierta medida, también en los últimos comicios.

Pero pronto pasamos a otros temas.

Hablamos mucho de Ciencia, de la diferencia entre nuestro sistema académico-científico y el que ha tenido oportunidad de conocer en su periplo de excelencia que dura ya más de cuatro años. Me decía que lo que más le ha sorprendido es el significativo alineamiento en la visión institucional, en la identificación de retos y prioridades, de todos los que forman parte del sistema, desde los más jóvenes hasta las autoridades de mayor responsabilidad.

Me decía que allí las instituciones elaboran y comparten su análisis DAFO (Debilidades, Amenazas, Fortalezas y Oportunidades) -que proviene del inglés SWOT (Strengths, Weaknesses, Opportunities and Threats)- y actúan en consecuencia, coordinando los esfuerzos de todos los estamentos. Analizamos el reciente devenir de nuestra Ciencia y constatamos que nuestra realidad es bien distinta. También lo son nuestros resultados.

Hablamos mucho de hijos y de los diferentes sistemas educativos, señal inequívoca, sobre todo, de que nos vamos haciendo mayores. Me decía que allí el primer criterio a la hora de elegir residencia es la calidad de los colegios del barrio. Hay, me decía, zonas donde la enseñanza pública es fantástica, y otras donde es infumable. Y eso repercute en el precio de la vivienda, en un círculo vicioso que se retroalimenta.

Me dijo estar orgulloso de que su hijo Unai se hubiese criado en euskara a pesar de la distancia. Pero él mismo me recordaba lo que le dije cuando nos encontramos por primera vez: el reto será que los hijos de Unai aprendan también el euskara, hecho éste altamente improbable. Lo más probable es que sus nietos, dentro de cincuenta años, recuerden remotamente que sus abuelos tenían origen vasco y tal vez alguna de esas canciones de cuna, como Haurtxo polita, que nos hacen universales.

Creo que empieza a darse cuenta de que lo más probable es que nunca regrese. Quise tranquilizarle diciéndole que necesitamos personas como él, en la élite científica, en los lugares estratégicos del planeta, conectados y dispuestos a ayudar. No le dije que en el fondo pienso que nunca podremos hacerle el hueco que merece y que si alguno lo intentáramos otros se encargarían de llenarlo de arena y cal.

Lo vi un poco víctima del síndrome de la dualidad sociológica vasca que los vascos experimentamos al emigrar. Lo que desde aquí se percibe como una sociedad cohesionada, próspera, innovadora y emprendedora, desde fuera y, sobre todo, desde la atalaya de los nichos más innovadores del planeta, se ve, con impotencia, como una sociedad empequeñecida, que envejece, sin conseguir escapar de las múltiples batallas intestinas que tanta fuerza le restan.

Estuvimos completamente de acuerdo en que es inútil lamentarse, que es tiempo de mirar hacia delante, y caminar con paso firme hacia el futuro.

Compartimos la necesidad de un ejercicio DAFO vasco, colectivo y un fuerte alineamiento de todas las voluntades.

Al volver a casa pensé que sólo por recibir llamadas como ésta de vez en cuando, merece la pena no cambiar de número de móvil.

Él prometió llamar cada vez que vuelva a Euskadi. No creo que sea así. El tiempo irá disipando su nostalgia y su necesidad de conversar. Al fin y al cabo, como dijo José Saramago: “El objetivo de un viaje es solo el inicio de otro viaje”.

Pero ojalá vuelva a llamar. Estas conversaciones llenan un espacio que casi siempre permanece vacío.