Sí, además se echa en falta un acuerdo sobre una de las vías legales, sobre cómo se juzgan los delitos de tortura y cómo se castiga a quienes los cometieron. Se sientan en el banquillo quienes forman parte de la causa que continúa acompañándonos después del “cese de la actividad armada”: la violencia. No distinta ni diferente, la misma que sanciona la Ley. Escuchar el testimonio personal de Sandra Barrenetxea parecería motivo suficiente para intentar indagar -sinónimo de investigar- la verdad, salvo cuando no quiere hacerse caso, cuando nos empeñamos en diferenciar el mismo color en diferentes tonos de veracidad.

Hay violencias que son bastante más presuntas que otras, la de años que nos está costando imponer a la creencia popular el dato de que el 0,005% de las denuncias por maltrato machista es falso, aún nos movemos en el periodo de alegaciones. A propósito, proponemos como ejercicio general la explicación del tipo de consigna estratégica tras la que se habría colocado a las mujeres, que denunciaban como pauta -antes, hace años, por supuesto-.

También hay presunciones de inocencia que están más a la vista que otras. Las voces que se alzan en torno a la prevalencia de denuncias de tortura inventadas siguen escuchándose, mantienen el recorrido conocido, inclusive en la actitud de un fiscal que no profundiza en el interrogatorio a los inculpados, como si hubiera vistas en las que la protección de la víctima solo es una opción. Parte de la base de que no hay delito, por eso no acusa ni pregunta. Con el paso del tiempo se diría que es otro objeto de creencia que ha perdido su entorno, que cada vez más se identifica con épocas pasadas. Pensemos en cuánto de anacrónico se antoja ahora caer en la tentación de ocultar la tortura -esto también- bajo la alfombra, como si no hubiéramos tomado nota de las consecuencias de mirar hacia otro lado.

El terrorismo también nos ha sentenciado a conocer y estudiar todo el daño por el que pasamos. Ahí seguimos, en los primeros escarceos por hacer nuestro propio relato, advertidos por la experiencia de que tienen que sonar todas las voces. Si volvemos a consentir que se silencie tan solo a una de las víctimas, corremos el riesgo de que se repita el error. Ninguno de los que estuvieron allí puede consentir que se les borre, como si nunca hubieran existido. Nos vemos inmersos en la gestión de la paz y aún le tenemos mucho miedo a la impunidad.