ALLÁ por el año 960, los misioneros cristianos invadieron Escandinavia, y amenazaron a los vikingos: si persistían en sus paganas costumbres, iban a parar al infierno, donde ardía el fuego eterno. Los vikingos agradecieron la buena noticia. Ellos temblaban de frío, no de miedo, contaba Eduardo Galeano, el escritor uruguayo con capacidad para ver la realidad más allá de un primer vistazo, sino con las gafas de la profundidad. Esa es la pregunta que cabe lanzarse a los hombres y mujeres de la calle: ¿qué trae más temblores consigo, el bajo cero de los termómetros o la amenaza de la vida al aire libre en las ciudades, donde habitan mas fieras salvajes que en la mismísima jungla...?
No es sencillo hacer surf sobre las olas de intenso frío que nos bañan en este enero de 2017, marcado por el hierro de ese frente que nos llega desde los glaciares polares. Con todo, aún quedan un puñado de desesperados o de tozudos -que cada cual les juzgue según lo crea- que reniegan del abrigo de un techo. Es deber de Bilbao, de cualquier ciudad, descabalgarles de ese mundo azul y gélido que por las noches azota con un látigo de siete púas. Es su misión ofrecerles un techo que les cobije. ¿Qué les trae la luna a los menesterosos, a los espectrales vagabundos de la noche...? Nada. Nada de nada. Apenas una nube de vaho en el lento respirar, en esas horas tan largas que uno diría que no miden sesenta, sino ochenta y cuatro minutos. y toda esa gente, los caballeros oscuros y las damas de negro, se resisten a buscar abrigo. No porque odien el calor sino porque muchas veces reniegan de las normas que han de seguirse para conseguirle. O, simplemente, porque se les congelaron las entendederas, vaya usted a saber cuándo y por qué.
Los regentes de la ciudad y las gentes de buena voluntad no duermen tranquilos al saber que ahí fuera hay huesos quebradizos por el frío que las pasan canutas. Lo intentan una y otra vez, buscando en cada rincón el rescate de los condenados a morir de frío, quieran o no ellos el indulto. Sufren de insomnio por desasosiego y comparten muchas noches en velan con quienes no concilian el sueño con el castañetear de sus dientes. Si es que aún conservan la dentadura, claro.