hoy en día el país más amenazado por el Estado Islámico (EI) no es Siria o el Irak sino Arabia Saudí, porque le disputa a esta la razón misma de su existencia: el purismo sunnita.

El reino actual de Arabia nació a primeros del siglo XX y es el sucesor del que surgió en siglo XVIII de la alianza de la dinastía de los Saud (en aquél entonces casi desconocida) con el reformador árabe y radical del islamismo, Mohamed Abdel Wahab. Los Saud aportaban a esta alianza su pragmatismo y su apuesta política por la ayuda occidental contra el Imperio Otomano en tanto que Wahab, defensor de un retorno al islamismo primigenio puro y ascético, garantizaba a los Saud la fidelidad en nombre del Profeta de los súbditos.

Actualmente esta alianza se ve sacudida en sus cimientos por un EI que no solo invoca el mismo radicalismo religioso, sino que incluso pone en duda la fidelidad doctrinal del wahabismo saudí a las enseñanzas del Profeta y con ello, la legitimidad misma de los Saud en el trono.

Así, EI acusa a Arabia Saudí de haber ignorado las prescripciones del Profeta de no edificar sobre tumbas o cementerios y, en general, haber relajado la estricta moral coránica hasta extremos pecaminosos. Sólo el chiismo -la otra “bestia negra” del radicalismo del Estado Islámico- es perseguido con más saña que la actual versión del wahabismo. Para los ultras puros de la ortodoxia, los chiitas son auténticos politeístas dada la veneración que sienten hacia a los doce imanes de su fe.

Esto explica que la última serie de atentados en suelo saudí de los radicales islamistas se dirigiera contra la población del este de la Península Arábiga, mayormente chiíes, y la mezquita construida sobre la tumba de Mahoma en la ciudad de Medina. El tercer atentado tenía como meta el consulado de los EE.UU. en Yedda, ya que Washington es el principal valedor y aliado de los Saud.

Naturalmente, y como pasa siempre en el Oriente Medio, en la realidad las cosas no son tan sencillas y bien definidas. El wahabismo es en su esencia mucho más radical que la versión defendida por el EI y llegó a criticar por “excesivo” el mismo culto al Profeta que se hacía en el resto del mundo sunnita y exige con tal vehemencia el purismo original que hasta hoy en día no se hace público el lugar donde se entierran los restos mortales de los monarcas saudíes, tal como lo exige la doctrina primigenia. Más aún, en 1803 y 1805 zelotes y monárquicos derribaron todas las cúpulas erigidas en los camposantos de Medina y la Meca por contravenir -según ellos- las normas coránicas. Y a principios de 1806, los seguidores de Wahab y Saud, tras conquistar Medina, saquearon la tumba del Profeta, lo que provocó una ola de indignación en el mundo sunnita pese a los esfuerzos saudíes por ocultar los hechos. En 1926, cuando las mismas fuerzas saquearon y asolaron el cementerio chií de Medina, esa vez sin tanto misterio.