LLEGA tan tarde que parece casi anacrónica. La decisión del Tribunal Supremo de anular una condena de la Audiencia Nacional por no haber investigado las denuncias de torturas de los acusados parece sugerir que empieza a ser improrrogable el tiempo en el que determinados profesionales de la Justicia primen en España un resbaladizo sentido de la razón de Estado sobre su obligación de tutela efectiva y garantía de derechos y libertades.

No se trata de mostrar simpatía alguna por quienes hayan cometido crímenes con los que nadie con un mínimo compromiso democrático debería sentirse identificado. Se trata de que durante décadas se ha perdido la oportunidad de fortalecer, de acorazar los procesos judiciales a ojos del conjunto de la sociedad con la seguridad de que no se iban a aceptar excesos, filtraciones que acaban agrietando un modelo de garantías en nombre de un interés nacional no necesariamente definido en interés de los ciudadanos.

Ocho condenas por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en cinco años y medio son suficiente descrédito como para que un profesional de la Justicia, que se considere independiente y comprometido, siga aceptando la laxitud, cuando no la incompetencia rayana en la connivencia, que han mostrado durante décadas determinados jueces de la Audiencia Nacional (AN). La última condena es de mayo pasado. En ella, el Tribunal Europeo destaca la falta de diligencia de la magistrada, la desidia a la hora de confirmar o descartar la existencia de torturas. 4.009 casos acredita entre 1960 y 2013 el informe del Instituto Vasco de Criminología dirigido por Paco Etxeberria. Pero España es un país en el que sus ministros de Interior se han caracterizado por negar la existencia de torturas, amparar la labor de sus subordinados policiales hasta la víspera de ser condenados por practicar guerra sucia y en el que las estructuras del poder amenazan a los ciudadanos con querellas criminales por denunciar la existencia de excesos policiales. Lo hizo Ángel Acebes en el caso Egunkaria, cuando se querelló contra los denunciantes de torturas; y pretendió incluso actuar contra un diputado electo -Iñaki Anasagasti- que, en el ejercicio de sus funciones reclamó su comparecencia parlamentaria como máximo responsable policial para dar cuenta de esas denuncias. No llegó a hacerlo porque la AN desestimó su querella contra los cuatro directivos del diario. Después, el TEDH condenaría a España por ese caso. Ocho capones después, la recalcitrante y empecinada cerviz empieza a doblarse.