El oráculo se hizo verbo en vísperas del Comité Federal del PSOE más ansiado por Mariano Rajoy. Desde su cobijo mediático habitual, y sabedor del aura que le alumbra muy por encima de su permanente flirteo con el liberalismo económico que tanto irrita a las conciencias de izquierda, Felipe González ha avivado al límite el debate interno al que los endiablados resultados del 26-J condenaron a los socialistas. Lo ha hecho sin ambigüedades, asistido de una visión de Estado inalcanzable para los políticos cortoplacistas que sitúan su futuro en el frontispicio de su estrategia. Sabedor también de que su posición favorable a un nuevo Gobierno del PP como remedio inevitable de unas nuevas elecciones provoca desgarro ideológico en las bases y estructuras de un partido castigado con la cifra más baja de diputados de su centenaria historia.

Al esperado cónclave socialista llegan los presentes con el corazón en un puño. Conscientes de que se sienten atrapados, de que les resulta imposible deshacerse del yugo de la responsabilidad paradójicamente cuando más sangre brota por culpa de su enésimo batacazo electoral. Cualquier decisión que adopten hoy - por cierto, nada de previsiones, que la chistera de Pedro Sánchez es inagotable- tiene garantizada la insatisfacción y eso desazona porque prolongará la tensión interna a la que se asiste desde hace demasiados meses. Saben los socialistas que cualquier atisbo de acercar el fantasma de otro cita electoral les condenaría todavía más, al margen de la suerte que corra Unidos Podemos. Y que propiciar la investidura de Rajoy como propone FG escenifica en sí mismo una derrota, un sometimiento político solo aliviado si en las obligadas negociaciones el PSOE arranca valores sociales y de regeneración democrática.

Pero cuando el desistimiento se haga presente a modo de facilitar a regañadientes y mediante circunloquios justificativos la continuidad de un Gobierno del PP, muy minoritario eso sí y abocado a sonoras tarascadas parlamentarias, a buen seguro que Pedro Sánchez abomina de más de dos barones. Esas figuras -¿para cuándo la eliminación de semejante léxico casposo?-, genuinas representantes de la casta territorial, coartaron al límite tras el 20-D la legitimidad de su todavía secretario general para procurar un gobierno alternativo porque temían la invasión estratégica a medio plazo de Pablo Iglesias y abjuran de una salida refrendada en Catalunya. A estos presidentes autonómicos, curiosamente en manos de Podemos, debería señalar con el dedo Sánchez en el Comité Federal como culpables de haber adentrado al PSOE en otra estación oscura de su laberinto. No lo hará porque carece de la fuerza suficiente y, sobre todo, evitará un desgaste innecesario en el horizonte de su complicada reelección.

Es difícil de rebatir que, sin esas baronías, el debate territorial que tanto desgasta a los socialistas en las urnas habría concitado menos crispaciones y más adhesiones. Cuanto más se aleje de la aspiración social en un marco lógico de posibilismo político, la distancia con el descrédito electoral será menor. Una tarea más para cuando llegue el momento del rearme ideológico, sin duda desde la oposición. Mucho antes, Sánchez se habrá tapado la nariz para aliviar a Rajoy y susurrado a algunos barones: “hace seis meses lo pudimos evitar”.